No es un saber ajeno a ningún observador interesado en comprender el mundo y, sobre todo, en analizar el comportamiento humano, que la violencia engendra violencia. El contexto de la actualidad mexicana no demuestra otra cosa y ese parece ser el sino de nuestro tiempo: un clima de violencia y crisis moral que, al ser el marco en el que se desarrollan las generaciones que mañana llevarán las riendas de nuestra nación, amenaza con perpetuarse y con seguir obstaculizando el desarrollo civilizatorio y cultural de nuestra sociedad.

Ante este panorama desalentador no podemos cansarnos de buscar alternativas y, sobre todo, de fortalecer nuestras mejores herramientas e instituciones, como es el caso de la educación y de nuestro sistema democrático. Justo Sierra estaba convencido de que el Estado, a través de la educación, debe buscar el modo de asegurar los elementos de conservación y de mejoramiento social. Así también, que es en las aulas desde donde se pueden generar los grandes cambios culturales pues, y esto se ha comprobado a lo largo de la historia, es a partir de la formación de individuos libres y responsables que se fragua la más sólida resistencia ciudadana contra la barbarie, contra el deterioro del tejido social y contra la corrupción de los valores.

La educación pública, laica, científica y de calidad permite a los jóvenes insertarse en el mundo dotados de conocimientos, principios y ambiciones virtuosamente encausadas que les ayudarán no sólo a navegar en la sociedad, sino a contribuir a su desarrollo. Esto, además de alejarlos del hoyo negro del crimen organizado y de las garras de una marginalización que desgarra sus sueños y les roba el futuro. De acuerdo con la OCDE (2014) en México ha habido un avance significativo en cuanto a la cobertura de la instrucción primaria —prácticamente todos los niños de 5 a 14 años asisten a la escuela, lo que no quita que la calidad de la instrucción, tanto en escuelas públicas como privadas, siga siendo deficitaria y presentando muy malos resultados en las pruebas internacionales estandarizadas como PISA—. Sin embargo, este relativo avance se pierde en el vacío pues no se encadena con las etapas subsecuentes del sistema educativo. La misma OCDE ha identificado que, cuando estos jóvenes alcanzan los 20 años de edad, sólo el 30% permanecen matriculados —6% en la educación media superior y 24% en el nivel superior—. Si a esto sumamos el aumento en la tasa de desempleo no ha de sorprendernos que la informalidad se vuelva en el vertedero de nuestra juventud o, infinitamente peor, que la delincuencia se convierta en una posibilidad real para ellos, exponiéndose con ambas, aunque guardando la distancia debida, a una condición marginal e indeseable.

La educación por sí sola no puede resolver todos los problemas que enfrenta nuestra sociedad pero sin ella, ninguna solución sería posible. El acceso y el mejoramiento de la instrucción pública en todos los niveles es, además del primer paso hacia una nación más justa, equitativa y democrática, el hilo mismo que puede mantener unido al tejido social.

Quienes laboramos en instituciones públicas de educación superior tenemos la responsabilidad de formar personas libres, críticas, autónomas y portadoras de los conocimientos y habilidades que les permitan construir colectividades, generar el proyecto futuro de nuestra nación y aportar su fuerza, visión y vigor a las acciones que, día a día, se pueden llevar a cabo para enmendar nuestro presente. Si México aspira a superar sus múltiples problemáticas no puede renunciar a esos 7 de cada 10 jóvenes marginados del sector educativo y laboral. En este sentido, fortalecer a las universidades públicas ya no es sólo algo urgente e importante, sino ya también imprescindible.

Directora de la Facultad de Ciencias de la UNAM

Google News

Noticias según tus intereses