La preocupación del Banco de México y los primeros reproches de analistas y organismos privados (por ejemplo del Instituto Mexicano de Ejecutivos de Finanzas) sobre su falta de eficacia para frenar la depreciación del peso, sugieren un dilema importante. O el Banco deja que el tipo de cambio caiga hasta donde lo lleve el mercado, o interviene, reforzando sus actuales medidas.

La pregunta puede ser ociosa tomando en cuenta el sesgo tradicional del Banco en favor de un tipo de cambio fuerte, o, como muchos dicen, “sobrevaluado”.

Aun así, hay que recordar que el realismo cambiario siempre es preferible para cualquier país. Un tipo de cambio realista es uno competitivo que, por lo tanto, no necesita que nadie lo defienda con intervenciones. Esto es especialmente importante para México, quien depende de exportaciones de bienes y servicios para el 35.7% del PIB en el tercer trimestre, cuando Estados Unidos sólo depende en 12.5%.

Dejar que el peso se ajuste por sí mismo reforzaría el crecimiento de la economía real, aunque hay que aclarar que al sector financiero no le ayudaría. Podría menguar y luego frenar la salida de capitales, cuando los inversionistas se hayan dado cuenta que ya se ajustó a su nivel sostenible.

Hay que decir que la depreciación del tipo de cambio fue de las pocas cosas que ayudó al PIB a crecer 2.6% en el tercer trimestre, aun con un comercio exterior menguado, pues el mayor valor de estas exportaciones apoyó al PIB y muchas importaciones bajaron su precio en dólares. Finalmente, le ahorraría al Banco utilizar sus reservas en una labor que puede ser fútil.

Es de admitirse que siempre hay un riesgo de mayor inflación, aunque este argumento es analíticamente débil en la coyuntura actual. Nada más hay que observar las depreciaciones recientes y observar lo que pasó con la inflación.

De fines de 2001 a fines de 2003, el peso pasó de 9.2 a 11.2 por dólar, cayendo 22%. La inflación en el mismo periodo cayó de 4.4% a 4.0%.

De julio de 2008 a diciembre de 2009, el peso cayó de 10.0 a 13.1 por dólar, es decir 31%. La inflación bajó de 5.4% a 3.6%.

De junio de 2015 a enero de 2016 el peso cayó de 15.7 a 18.4 por dólar (17%), mientras que la inflación bajó de 2.9% a 2.1%.

La razón por la que la inflación no aumentó en estos recientes episodios de depreciación del peso es porque la caída de la moneda ocurrió en un contexto de gran debilitamiento del mercado global. En su versión actual, este mismo problema sugiere un riesgo de deflación mundial, como lo subraya el desplome de muchos precios, sobre todo de materias primas y productos industriales.

Si este debilitamiento es por un cambio estructural que modifica el fundamento del tipo de cambio real sostenible en el tiempo, lo mejor sería dejar que el peso se ajuste solo y explorar medidas nuevas en el ámbito de la economía real y las finanzas públicas.

Pero si se trata de una depreciación pasajera, como se desprende de los comentarios oficiales, entonces se puede frenar y luego revertir la depreciación con un programa ortodoxo.

Si éste es el diagnóstico del Banco, necesitaría actuar con contundencia y no basta con la venta de reservas internacionales. Si ésta no se acompaña de un paquete de medidas, no tendrá ningún efecto.

Un paquete ortodoxo debería contener un aumento de tasas de interés, un recorte fuerte al gasto público de 2016 y un anuncio similar para 2017 para advertir que es un programa de estabilización. Para que el mercado responda a estas medidas, también podría el Banco gestionar la ampliación de la línea de crédito flexible del FMI para que, si es posible, se duplique de 70 a 140 mil millones de dólares.

El problema global de 2016, al igual que el de 2008 es estructural y cambia los fundamentos en favor de un peso permanentemente más débil, para el cual no sirve un paquete convencional. Sin embargo, por ahora y con un poco de suerte, el Banco podría retrasar el desenlace final con un paquete ortodoxo.

Analista económico

rograo@gmail.com

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