A la memoria de Manuel Camacho

Padecemos en casi todos los órdenes una regresión intolerable que presagia la dislocación del Estado nacional. Las heridas abiertas por la violencia, la miseria y la corrupción no dejan de supurar, trayendo irracionalmente a la actualidad problemas que hace mucho debiésemos haber atendido.

La rebelión de 7 mil jornaleros del Valle de San Quintín y el rescate de 270 en Jalisco abonaron a la conciencia sobre el trabajo esclavo en México. El Informe global sobre esclavitud en el mundo nos ubica como el cuarto país de la región con el mayor número de personas que viven en esa situación, 260 mil aproximadamente.

Nada más contrario a los principios proclamados por Hidalgo en el Bando de 1810 y a la preocupación central de Morelos de aumentar el “jornal del pobre”, pensando precisamente en los campesinos explotados en las haciendas. Cien años después, John Kenneth Turner —en su ensayo México bárbaro— describió a nuestro país como “una tierra donde la gente es pobre porque no tiene derechos, donde el peonaje es común para las grandes masas y donde existe esclavitud efectiva para cientos de miles de hombres”. La expresión se explica porque ese sistema de trabajo, sumado a la tienda de raya, mantiene atados a los jornaleros agrícolas al latifundio.

De esos estratos surgieron las milicias de nuestras grandes revoluciones. El Programa del Partido Liberal Mexicano de los hermanos Flores Magón condenó esas prácticas como una corrupción inadmisible de las relaciones laborales. La Ley agraria de 1915, impulsada por Luis Cabrera, consideraba que podrían alcanzar su redención a través de “la reconstitución de los ejidos de los pueblos como medio para suprimir la esclavitud del jornalero mexicano”. A pesar de que esos principios fueron incorporados en el artículo 27 constitucional, pasaron muchos años antes de que Lázaro Cárdenas encabezara el reparto masivo de las tierras y abriera las puertas de la modernidad.

Sin embargo no desaparecieron del todo las grandes propiedades agrícolas en las que sobrevivieron viejas formas de explotación y, por diferencias entre las centrales agrarias y las de trabajadores, no se auspició la sindicalización de los jornaleros del campo que hubiese podido frenar los abusos de los propietarios.

La ideología subyacente en el TLCAN condujo a la reforma constitucional de 1992 que implantó un nuevo proyecto a través de la apertura al mercado de las tierras de propiedad social, quitándole su carácter de inalienables, inembargables e imprescriptibles y permitiendo además su concentración a través de sociedades mercantiles por acciones que desembocó en la aparición del neolatifundismo.

La intención expresa de esa y otras reformas que legalizaron la venta de nuestros litorales y la entrega de millones de hectáreas para la minería a cielo abierto, contrajeron la producción primaria en las comunidades y desplazaron al campesinado orillándolo a la migración masiva, a la supeditación mediante el peonaje o a la conversión de sus cultivos en aras de los mercados regionales, incluyendo el narcotráfico. Como resultado: la pérdida del poder del Estado, la inseguridad creciente y el menoscabo de nuestra seguridad alimentaria.

En el país existen más de 2 millones 40 mil jornaleros, de los cuales 40% son indígenas; 81% no concluyó la educación secundaria y el 90% gana un salario mínimo o menos por el trabajo de toda la familia. El 92% no tiene contrato formal de trabajo y su relación con los empresarios es verbal. Laboran hasta 16 horas por día y la inmensa mayoría carece de prestaciones sociales.

Las negociaciones en curso habrían de conducir a un nuevo sistema de relación de trabajo, posiblemente mediante un contrato ley y la supresión de los contratos de protección. Sería indispensable una determinación de Estado, ya que hasta ahora las autoridades han solapado la explotación y llegado al extremo de imponer un tope salarial inferior a la demanda de los campesinos, e inclusive al que estarían dispuestos a pagar algunos empresarios.

La afiliación al Seguro Social, el respeto a la integridad de las mujeres y la prohibición del trabajo a los menores debieran ser puntualmente supervisados. Para apagar muchos focos rojos a punto de incendio bastaría el acatamiento de la ley.

Comisionado para la reforma política del Distrito Federal

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