Agosto cerró con insólitos acontecimientos políticos: desde el proceso de abdicación —no visto desde hace dos siglos— de un emperador japonés, hasta el primer vuelo comercial después de 55 años entre Estados Unidos y Cuba; otros no tan imprevistos como la súbita votación del Senado brasileño que destituyó a la presidenta Rousseff, hasta la abrupta ruptura entre el PP y el PSOE que prolonga casi un año el limbo político español. Para culminar, el desastroso encuentro entre el Ejecutivo federal mexicano y el candidato republicano a la Casa Blanca.

La sorpresiva visita de Donald Trump generó incredulidad e indignación entre los mexicanos de ambos lados, así como la crítica feroz de los círculos de poder estadounidenses. El New York Times llamó “surrealista” al incomprensible encuentro y le pareció inverosímil que después de la ofensiva campaña de Trump, que ha pintado a México como una nación de “violadores, traficantes y estafadores”; “el señor Peña Nieto, en vez de reprender a Trump en la conferencia de prensa, lo haya tratado como un jefe de Estado en visita oficial en México”. El Washington Post no dudó en calificarlo como “error histórico”.

La invitación a los dos candidatos en plan de igualdad resultó pueril, ya que era obvio que el republicano se iba a precipitar y la demócrata nunca vendrá. Sin ningún preparativo diplomático o acuerdo previo, la visita era un suicidio anunciado. La declaración posterior del candidato en Arizona, de tono peyorativo e insistiendo en el pago por la parte mexicana de la construcción del muro configuró una burla premeditada que trocó el desastre en ridículo. Una invitación tan descabellada sólo pudo habérsele ocurrido a una mentalidad temeraria y sin responsabilidad política formal.

La vulnerabilidad nacional ha llegado a una situación de alto riesgo. No conocemos todavía los planes que esté fraguando en relación al gobierno mexicano el calculador alto mando del clan demócrata. Actuarán previsiblemente con prudencia, habida cuenta del nivel de integración de ambos países y de los daños colaterales que podría causarles un escenario explosivo en México, mucho más cercano a su frontera que Brasil o Venezuela. Tendrán a la mano una amplia gama de instrumentos de coerción al acelerarse el naufragio de la economía mexicana, estallar el problema de la deuda y volatilizarse el valor del peso. Estaremos a su merced todavía más de lo que estamos ahora.

El país ha ingresado a una etapa de alerta máxima. Se vuelven imprescindibles reacciones políticas y sociales contundentes, pero también reflexivas. Nos encontramos todavía a dos años de la sucesión presidencial y los pretensos candidatos de la oposición disfrutan de una gama inacabable de flancos débiles de la figura presidencial, sin contar los que seguirán acumulándose por su conducta errática y los continuos agravios a la economía popular. El Ejecutivo es hoy un blanco infalible para cualquier saeta y se está convirtiendo en un saco de golpeo a modo para los poderes fácticos y las aspiraciones políticas. No es exagerado afirmar que puede sobrevenir en los próximos meses un fin de régimen sin salida institucional previsible.

No pocos analistas han previsto escenarios catastróficos para el futuro inmediato del país. Algunos sugieren paliar estragos presumibles mediante la opción prevista en el artículo 89 fracción XVII de la Constitución federal por medio de la formación de un gobierno de coalición —alguna vez llamado de “salvación nacional”— que integrara a las fuerzas parlamentarias y deshiciera incluso los entuertos del Pacto por México. Para ello es requerido el consentimiento del jefe del Ejecutivo, lo que podría ocurrir por un acto de conciencia o como resultado de una movilización social sin precedentes. La otra solución, aunque menos probable, sería la dimisión presidencial y la aplicación de las disposiciones constitucionales para su reemplazo. En ambos casos se pondría a prueba la endeble institucionalidad del país, pero se apostaría a la vía pacífica para eludir el precipicio.

En los tiempos de la alternancia, la parlamentarización del sistema político se hacía ya necesaria, ahora es urgente e inaplazable. Más allá de los atavismos políticos y del temor a lo desconocido, lo que el país requiere es una profunda reforma del poder y un cambio de rumbo que lo rescate de la desesperanza.

Comisionado para la reforma política de la Ciudad de México

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