En el marco prestigioso de la FIL de Guadalajara participé en una mesa redonda titulada “Las lecciones de las elecciones”. Acoté que ello no significaba un análisis estadístico, menos aún una apología ni una diatriba; sino el conjunto de enseñanzas que extraemos de los acontecimientos. En mi criterio, se ha confirmado la baja legitimidad del sistema político, la escasa credibilidad en los actores tradicionales y las graves distorsiones acumuladas en el sistema electoral. Como trasfondo la desigualdad, la miseria y la incidencia del poder económico en la compra, coerción y manipulación del voto.

La participación electoral se incrementó ligeramente y el voto nulo decreció, pero lo más sobresaliente es que el voto en favor del PRI fue apenas del 29%, lo que significa el 14.8% de la lista nominal. Los partidos VIP disminuyeron su electorado, mientras que los menores lo incrementaron; en su primera aparición, Morena obtuvo el cuarto lugar y el conjunto arroja una acusada dispersión del voto. A pesar de que se evitó una catástrofe mayor, se registraron más incidentes violentos que en ninguna otra elección contemporánea. La ciudadanía fue atiborrada por una casi demencial trasmisión de spots (40 millones 993 mil 632), además del tiempo comprado a trasmano por partidos. En la capital finalizó una larga época de dominación hegemónica y se instaló el multipartidismo.

El hecho más destacado es el surgimiento de los candidatos independientes que abre otras alternativas democráticas. No obstante que se registraron veintidós candidatos independientes a diputados federales, sólo uno resultó victorioso. Se ejerce ya el derecho humano a ser votado y el régimen contraatacó a través de las iniciativas antibronco y con la demanda trasnochada de disminuir el número de representantes plurinominales.

La legislación actual debe ser modificada drásticamente, pero en el sentido de restaurar nuestra democracia electoral. Padecimos las consecuencias de la peor reforma que se haya introducido desde 1994 y se torna necesario remontar los agravios cometidos. Lo primero es la reducción categórica de las prerrogativas y topes de campaña, así como hacer efectivos los mecanismos de control sobre la feria impune del dinero.

Al inicio de la reforma de 1996, el presidente Zedillo aceptó que la campaña presidencial no costara más de un peso por ciudadano (65 millones de pesos), pero en el curso de la negociación las presiones partidarias duplicaron tres veces esa cifra. En 2007 al transferir al gobierno el pago de la publicidad en radio y televisión de los partidos sin disminuir sus prerrogativas, se produjo de hecho una nueva duplicación. Resulta imprescindible volver al espíritu original de la transición y modificar los modelos de comunicación política, privilegiando el debate sobre los mensajes anodinos y mentirosos.

El principio universal de igualdad para el acceso a la función pública, debiera conducirnos a un genuino “piso parejo” para los candidatos, incluyendo los independientes. Terminar con el sinsentido de otorgar mayores prerrogativas a los partidos que obtuvieron las más altas votaciones en los comicios anteriores; como si a los ganadores de las contiendas atléticas se les colocara 500 o 1000 metros adelante en las siguientes competencias.

La lista de cambios que deben introducirse es enorme. Incluye el fortalecimiento de los medios de apremio y sanción del árbitro electoral en tiempo oportuno, la revisión del sistema de designación de las autoridades electorales para liberarlas del secuestro de los partidos, la aceptación de la nulidad genérica o “abstracta” por faltas cometidas antes de la jornada electoral, la supresión de las ambigüedades en las atribuciones del INE y la plena jurisdiccionalización de los procesos mediante la creación de una sala especial en la Suprema Corte.

La cuestión de la segunda vuelta está directamente relacionada con la naturaleza del régimen político. En un sistema presidencial no resuelve el problema de la atomización del Legislativo y es un aliciente adicional para los acuerdos de trastienda. En uno parlamentario o semipresidencial, el “balotaje” cabría para la elección de jefe de Estado, dejando al Congreso la designación del jefe de Gobierno e induciendo una democracia bipolar, efectiva y transparente. La tarea es de gran alcance y se inserta en el proyecto de la nueva constitucionalidad.

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