El parlamento de Ecuador ha aprobado la reelección indefinida de todos los cargos de elección popular. La exigencia de opositores de que la reelección del presidente fuera sometida a plebiscito fue desechada y, a pedido del presidente, esta disposición no tendrá efecto en la elección presidencial de 2017; sin embargo, queda en el aire la moneda hasta entonces, pues la Constitución ya la admite y sólo un transitorio lo prohíbe. Algo parecido ocurre en Venezuela, que estará en el centro de la atención mundial en las elecciones de hoy a la expectativa de si transcurren libremente o si Nicolás Maduro impone el yugo a la libertad en el nombre de un ficticio Simón Bolívar. En Bolivia ya se acepta la reelección consecutiva del presidente por un periodo y Evo Morales presiona para conseguir la indefinida.

Las democracias en América Latina son, en su mayoría, sistemas políticos jóvenes. Con la excepción de Costa Rica, todos los países han pasado por experimentos autoritarios o dictatoriales durante sendos periodos de su historia reciente. Hasta los años ochenta del siglo pasado empezaron a desarmarse las estructuras autoritarias que prevalecían en el Cono Sur y en América Central y México para dar paso a sistemas electorales con elecciones justas en sociedades profundamente injustas, desiguales, polarizadas políticamente entre fuerzas primitivas que se vetan y contravetan. (Espérese el desmantelamiento de las políticas sociales del kirchnerismo por Macri, por ejemplo).

La combinación entre la injusticia social que representan la pobreza, la marginación y las desigualdades son fuentes de enfrentamientos y polémicas en las que difícilmente se inserta la deliberación para la decisión pública estable. Los vaivenes que resultan de la polarización ideológica (insisto: primitiva) impiden alcanzar consensos generales sobre problemas prioritarios. Por ejemplo, de qué manera abatir la pobreza. No sólo paliarla, sino abatirla y lograr que el nuevo estatus de la población que escapa a ella sea sostenible en el mediano plazo. Respuestas de esa naturaleza requieren compromisos más profundos que las políticas de ocasión, susceptibles de invertirse por los vientos ideológicos y electorales en sus contrarias. La tentación del populismo, que es otra forma de primitivismo ideológico, es un resultado de esta inmadurez. El populismo y sus compañeros de viaje ven la democracia representativa como estorbo, en aras de “resolver” la injusticia social. Cuando llega al poder hace “justicia”, pero compromete el futuro de sus estados. Orientados al naufragio, vuelven insostenibles sus políticas. Dan palos de ciego contra el “imperialismo”, reparten dádivas, quiebran las arcas públicas y, ante la certeza de la necesaria huida, acumulan fortunas originadas en la corrupción para ponerse a resguardo de la alternante justicia de sus opositores.

Ese ciclo perverso se ceba con América Latina. El desarrollo democrático es y será una variable independiente del desarrollo social y económico. Sin el primero, no se puede impulsar a los segundos. Pero la urgencia de estos últimos exige que la democracia representativa se deshaga del lastre institucional que heredó del siglo XVIII. Acortar el camino entre opinión, deseos, preferencias de la gente, por un lado, y la decisión pública consistente, flexible y, sobre todo, realizada con la menor interferencia posible de poderes oligárquicos que han secuestrado las democracias latinoamericanas, es un deber democrático.

El desafío es muy grande. Otras sociedades en condiciones menos ventajosas lo consiguieron. El modelo son las sociedades escandinavas. La pregunta es si podemos aprender de esa y otras historias o si estamos condenados a repetir sus pasos que recorrieron desde privaciones y violencias o si ponernos al día “por imitación” es posible.

Director de Flacso en México.

@pacovaldesu

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