Los municipios fueron la base para la construcción del Estado mexicano durante su primer siglo de vida. Sin ellos, el país simplemente no existiría. No obstante, al correr del siglo XXI se convirtieron en los principales acusados por la falta de seguridad, por las desviaciones de los recursos públicos, por la captura de puestos y presupuestos, por la baja calidad de los servicios que ofrecen, por la corrupción de ventanilla, por la discrecionalidad en el otorgamiento de licencias y en la construcción de obras públicas. A ello se ha sumado el conflicto y el litigio entre partidos y poderes fácticos, que se disputan los espacios locales por metro cuadrado.

El municipio nunca llegó a ser el espacio romántico que soñamos. Pero la combinación de la disputa política con los evidentes rezagos en el diseño constitucional y legal de los gobiernos locales —que se quedaron anclados en el pasado remoto— hicieron que se alejaran cada vez más del ideal democrático, que quiso verlos como la casa común de los ciudadanos.

Las reformas de los años ochenta intentaron —entre otras cosas— reorientar la vocación municipal hacia la prestación de servicios en áreas urbanas. Pero esa reforma no prosperó, en parte por el celo de los gobernadores y en parte por el centralismo aún vigente en aquellos años, mientras que las reformas fiscales de los noventa, si bien duplicaron los ingresos de los ayuntamientos, también produjeron incentivos perversos para que las agendas municipales se dispersaran.

Con todo, durante el siglo XXI se abrieron nuevas oportunidades para desandar los caminos. La irrupción de las agendas ciudadanas en los asuntos públicos ha ido marcando una ruta que todavía está en proceso de construcción: la transparencia, el gobierno abierto y los procesos de participación ciudadana acompañados por los nuevas tecnologías de información y comunicación, pueden y deben exigir nuevos cánones de conducta para esos gobiernos.

La condición es modificar desde la raíz la forma de hacer y concebir la política en los municipios. No sólo para volver a la idea básica del ayuntamiento como colectivo, sino de los municipios como el lugar donde la sociedad puede y debe organizarse para hacer valer sus derechos y darse una mejor calidad de vida.

Modificar desde la raíz la forma de hacer política significa también abandonar toda forma de imposición desde arriba, para permitir que los ciudadanos se apropien del espacio público que les pertenece. Significa abrir las arcas para que cualquiera pueda verlas. Pero sobre todo, significa hablar y actuar con la verdad. Los ciudadanos tenemos derecho a saber qué debemos esperar de los gobiernos electos; qué programas persiguen. Tenemos derecho a saber el curso de la gestión pública: los procesos de toma de decisiones y las acciones derivadas de cada uno de esos procesos; a conocer y reconocer a los gobiernos que nos dicen qué prioridades habrán de atenderse, en qué tiempos, con qué recursos y mediante qué procedimientos. La agenda que hoy puede y debe reconstruir la vida de los municipios ya no se cifra en informes plagados de cifras, sino en la posibilidad de conocer desde un principio todos los cursos de acción que seguirá cada gobierno.

Los municipios no son ni pueden volver a ser los gobiernos que algún día soñamos. Su diversidad exige hoy otras soluciones, completamente distintas de las que tuvimos en el pasado. Pero sí pueden ser la clave —gracias a su apertura, a su transparencia, a su rendición de cuentas y a su capacidad para actuar con la verdad en cada una de sus decisiones— para devolverle dignidad a la política en su conjunto; para enfrentar a los intermediarios políticos que no cumplen con su deber; y para anclar a la democracia en la participación de los ciudadanos. Ese sueño todavía puede ser realidad.

Investigador del CIDE

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