Hace unos días, Andrés Manuel López Obrador le sugirió al Presidente que forme un gobierno de transición, para entregar el mando en 2018 en un ambiente de paz y tranquilidad. Dijo que se puede abrir una nueva etapa con un gabinete distinto, basado en el diálogo y la reconciliación. Ese discurso se leyó entre sus adversarios como una nueva provocación del líder intransigente, pero yo pienso que no es cosa trivial que sea él, precisamente él, quien proponga una segunda edición del Pacto por México, llevado al corazón del gobierno.

Por supuesto, nadie se engaña. Aceptar la propuesta de López Obrador no sólo equivaldría a una suerte de renuncia anticipada del Presidente, sino al reconocimiento de que el gobierno ya no puede lidiar con los problemas que están circundando al país. En México no hay régimen parlamentario ni el Presidente es el rey. De modo que integrar un gobierno plural en el último tercio de este sexenio supondría derrotar al PRI mucho antes de los comicios.

En contrapartida, rechazar de plano el mensaje del diálogo y la reconciliación entre partidos y grupos sociales supone cerrar una puerta a la pluralidad política que está en la base del régimen democrático. En palabras del presidente Peña Nieto, desde la firma del Pacto por México, había llegado el momento de “transitar del sufragio efectivo al gobierno eficaz. En este propósito, los actores políticos deben, o debemos, caminar juntos. (…) Se necesita que la pluralidad y la diferencia de visiones, en lugar de ser obstáculo, permitan el ascenso de México”. Hoy es López Obrador quien dice casi lo mismo, pero en circunstancias completamente distintas.

Si las palabras que han empleado ambos políticos para hacer avanzar sus deseos fueran sinceras, lo menos que podría pedirse al Presidente de la República es que vuelva a convocar a los partidos políticos para tratar de hacer frente a los desafíos de este fin de sexenio y evitar que “la diferencia de visiones se vuelva un obstáculo para el ascenso de México”. Y López Obrador, por su parte, no podría seguirse negando a ese acuerdo, ni imponerle más condiciones que las del “diálogo y la reconciliación”, en aras de la tranquilidad y la paz social. Si hubiesen sido sinceros, digo, al menos ya habrían intentado un par de llamadas.

Por otra parte, aunque López Obrador se ha ganado a pulso el lugar principal para hacer posible que las izquierdas de México vuelvan a competir con éxito en las próximas elecciones, también tiene las llaves para desmantelarlas. Si de veras se tratara de dialogar y reconciliarse en busca de las mejores opciones para el país, este buen juez tendría que comenzar por su casa.

Hoy el PRD está afrontando la peor crisis de toda su historia, entre otras razones, por el ascenso de Morena, mientras que Movimiento Ciudadano está tratando de buscar aliados fuera del régimen de partidos para conservar un lugar en el escenario político de 2018 y el PT de jalar oxígeno de sobrevivencia, en tanto que un muy amplio grupo de organizaciones sociales y de personas que comparten las causas de la igualdad en todos los planos, los derechos humanos, la honestidad y la transparencia, han visto clausurada cualquier posibilidad razonable de construir una agenda común, bloqueadas sistemáticamente por el liderazgo vertical e intocable del creador de Morena. Para todos esos grupos, la fragmentación es simplemente una tontería. Pero forjar alianzas ha sido imposible, en buena medida, porque López Obrador suele confundir la disidencia con la traición. Y así no se puede.

Con todo, me pregunto qué pasaría si las palabras de unos y otros fueran verdad. ¿No sería mejor el horizonte democrático del país si la oferta de diálogo, reconciliación y armonía fueran sinceras? Pero hechos son amores, no buenas razones.

Investigador del CIDE

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