Hay episodios que marcan la historia de las naciones. La desaparición forzada de los 43 muchachos de la Normal de Ayotzinapa es, de lejos, uno de ellos. Hace casi un año se convirtió en un emblema inexorable de la corrupción y de la impunidad que han minado a México. Y este lunes 7 de septiembre volvió a aflorar ese episodio, pero esta vez como símbolo de la impericia y de la cultura burocrática que domina amplias franjas del Estado.

El informe presentado por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) reunido por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos negó “la verdad histórica” con la que el gobierno mexicano había salido al paso de la presión nacional e internacional que exigía la presentación de los estudiantes desaparecidos. Tras el informe, volverán a correr ríos de indignación dentro y fuera del país, mientras la investigación oficial en busca de la verdad (a secas) renace bajo la conducción de expertos de “altísimo nivel”, convocados ahora por la procuradora Arely Gómez.

Ignoro si algún día conoceremos —o mejor: aceptaremos— esa nueva versión de la verdad pues, como lo puso con tanta sensibilidad como talento Ángela Buitrago, la ex fiscal colombiana que forma parte del GIEI: “La verdad sólo se consigue a través del diálogo, no de la confrontación. Pero también es cierto que la verdad huye con el tiempo que pasa”. En cambio, es innecesario esperar el curso de esas nuevas investigaciones para saber que cualquier conclusión medianamente válida ya no podrá salir solamente de las oficinas del gobierno.

No me refiero solamente a la credibilidad cada vez más vulnerada de los aparatos de seguridad —de la que ya no es necesario añadir ni una palabra—, sino a una nueva lección del “caso Ayotzinapa”, más sutil, pero no menos relevante: la cultura de la negación burocrática que inunda a buena parte del gobierno mexicano. “La ciencia de salir del paso”, como lo diría uno de los clásicos de la administración pública internacional, que en el caso mexicano equivale a eludir problemas, en vez de enfrentarlos.

La mayor parte de la burocracia mexicana —no toda, por fortuna— está entrenada para esquivar dificultades como sea, construyendo argumentos sobre la marcha y, si es preciso, inventando datos y evidencias para mostrar que las cosas marchan bien, que ningún conflicto los rebasa y que pueden lidiar exitosamente con la adversidad. Así reaccionó la PGR ante la desaparición de los 43 de Ayotzinapa: primero hizo la vista gorda, luego intentó zafarse y finalmente corrió con la consigna de entregar un resultado —cualquiera, pero pronto— para apagar el fuego de la indignación.

El discurso público se contradice cada día con las prácticas de nuestras oficinas gubernamentales: el primero afirma la voluntad férrea para afrontar todos los problemas, mientras que las segundas buscan eludirlos o paliarlos de cualquier manera. Lo decía muy bien Gonzalo N. Santos (que algo sabía de la cultura del régimen político): “la mejor forma de solucionar un problema, es no plantearlo”. Sin embargo, una vez puesto en la agenda pública, la siguiente reacción no es afrontarlo sino apagarlo. Pero esa cultura de la evasión políticamente calculada tiene límites. Y de aquí la nueva lección de Ayotzinapa: hay desafíos que simplemente no pueden evitarse, porque de hacerlo se agigantan.

La credibilidad del Estado mexicano ha quedado rebasada una vez más porque no supo o no quiso reconocer que sus rutinas burocráticas acabarían causándole un descrédito mucho mayor. Dudo que la administración pública aprenda esa lección deprisa y afronte sin matices ni eufemismos los problemas que están dañando a México. Eso no está en su ADN. Pero los 43 muchachos desaparecidos de la Normal de Ayotzinapa siguen, ellos sí, moviendo a México.

Investigador del CIDE

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