Nadie les hace mucho caso, porque gozan de mala fama. Su nombre remite a las cosas que se han vuelto inservibles y su denominación se ha insertado en nuestro lenguaje como sinónimo de desecho: enviar algo al archivo equivale a comenzar a olvidarlo. Pero es un error garrafal, porque de los archivos depende, por el contrario, nuestra memoria. Los archivos no contienen las cosas inútiles, sino el registro de lo que hemos hecho, dicho y logrado. O mejor: de lo que hemos estado haciendo, diciendo y logrando. Sin archivos no hay memoria ni historia.

Hace unos días celebramos la puesta en marcha del Sistema Nacional de Transparencia. Pero en medio de la euforia por el comienzo de esa nueva promesa para el país, muy pocos advirtieron que el edificio se inauguró sin haber completado los cimientos fundamentales y que todavía se puede caer. La reforma constitucional que dio lugar a ese Sistema exigía la expedición de tres leyes, de las cuales solamente se ha promulgado una. Las otras dos se refieren a la protección de datos personales y a la Ley General de Archivos: el patito feo de la transparencia, al que casi nadie voltea a ver, pero de cuya existencia depende el resto del entramado.

Sin archivos no hay acceso a la información. Así de simple y de contundente es el error en el que están cayendo los poderes Legislativo y Ejecutivo de México, haciendo la vista gorda ante otro flagrante incumplimiento constitucional del que nadie da cuenta, ni se quiere hacer responsable. El diagnóstico que ha presentado la directora del Archivo General de la Nación no puede ser más lamentable: el sistema de archivos de México es simplemente un desastre. Las administraciones públicas no les prestan suficiente atención —si es que le prestan alguna— y, en todo caso, prefieren destruir o dejar morir la memoria de lo que hacen. Nadie quiere conservar recuerdos ingratos, y menos aún si esos recuerdos están plagados de impunidad, ineficiencias y corrupción.

No obstante, la Constitución ordena que haya una Ley General de Archivos, y hasta la fecha no hay ni siquiera un borrador debatible. De un lado, algunos senadores han prometido ocuparse del tema sin haber producido nada concreto; y de otro, sabemos que la Secretaría de Gobernación ha venido preparando un proyecto guardando el mayor sigilo, como si la conservación, el uso y la revelación de la información pública estuvieran animados por el secreto de Estado. Y por su parte, la sociedad civil se ha apartado del tema: ganada la reforma de transparencia, su principal punto de partida no genera mayores pasiones. ¿Quién podría convertir en una causa social la defensa de los archivos?

Hay excepciones. Fundar y Artículo 19, organizaciones civiles que han sido campeonas del derecho a saber, han llamado la atención sobre el cierre parcial de los archivos sobre la Guerra Sucia que están albergados en la Galería 1 del Archivo General de la Nación, bajo el argumento, según el cual, esos materiales son “históricos confidenciales” —conforme la definición de la ley federal ya obsoleta por mandato constitucional— y por lo tanto deben ocultarse al escrutinio de la memoria común. ¿Es esta la razón para no emitir la nueva Ley General de Archivos? ¿Purgar lo que hay escondido, antes de que alguien pueda saberlo? Si así fuera, no sólo se estaría cometiendo un despropósito literalmente histórico, sino que se estaría cancelando la posibilidad de modernizar el registro actual de las decisiones y acciones de los gobiernos, en aras de ocultar el pasado.

La demora y el silencio en esta delicada materia son alarmantes. Es urgente poner el tema en la agenda pública, pues todo lo que se ha ganado hasta ahora en la plaza abierta de la transparencia se puede perder en los rincones oscuros de los archivos. Tenía razón Kant: cuando algo no se puede decir públicamente, es porque algo injusto esconde.

Investigador del CIDE

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