Hasta el último momento, los críticos de Manuel Camacho siguieron llamándole salinista, como estigma indeleble, como una pena infamante que aún otros políticos más cercanos al ex presidente, hace tiempo ya no llevan.

Conocí a Camacho en las negociaciones por la paz en Chiapas. Me integré a un grupo que ya estaba muy hecho. No fue difícil porque a diferencia de otros equipos políticos de la época, venir de escuelas públicas, no era motivo de menosprecio, por el contrario, ayudaba ser raza, de esa por la que habla el espíritu.

Mi primer contacto se dio en una de las habitaciones del hotel Casa Vieja, con el frío de febrero en San Cristóbal. Me llamó la atención el mapa de Chiapas lleno de marcas en la zona de las cañadas y la manera como Marcelo Ebrard —quién me había invitado—, Alejandra Moreno Toscano, Ignacio Marván y Enrique Márquez, de quienes me haría amiga después, opinaban. Camacho escuchaba con esmerada atención. Una de sus virtudes fue siempre esa.

La asesoría jurídica comenzó desde cómo llevar a cabo el encuentro sin violentar la Constitución en dos artículos fundamentales, dado que Marcos pedía que los diálogos fueran en la catedral y no aceptaba abandonar la metralleta recortada que traía consigo. La Constitución señala que ninguna reunión armada tiene derecho a deliberar, y también que en los lugares de culto no pueden darse reuniones para tratar asuntos de carácter político.

Me impactó desde entonces la gran habilidad de Camacho para imaginar escenarios, enlaces y desenlaces. Jurídicamente, el trabajo consistía en encontrar la salida más pulcra a cada situación posible sin retorcer la ley, lo que implicaba un trabajo esmerado y creativo.

Los diálogos comenzaron desplegando la bandera nacional. La imagen regresó a mi mente cuando los coordinadores parlamentarios cubrieron con ella, la semana pasada, su ataúd en el Senado. El significado de entonces era la unidad nacional con la decisión clara del EZLN de ser parte de México y, con ello, evitar las ideas secesionistas o balcanizadoras que pasaban por la cabeza de muchos.

El trabajo jurídico que se realizó en esos días sirvió para trazar la ruta hasta San Andrés y la nueva reforma constitucional.

Yo no era del primer círculo del Comisionado, así que no estuve cerca cuando vino la crisis por la muerte de Colosio. Sin embargo, años más tarde, nos tuvimos un afecto, sin duda recíproco. Siguió buscándome para comentar las posibles soluciones a los nuevos conflictos que su clarividencia política, acompañada de su conocimiento de la historia de México y del acontecer internacional, le anunciaban. Yo también recurrí a él muchas veces para la catarsis y el consejo.

Fue un político que se movió con entereza entre las intrigas, las revanchas y el odio. El límite jurídico: redactar una reforma constitucional para evitar que el ex regente pudiera postularse como candidato en el nuevo esquema electoral del Distrito Federal. Usó, como siempre, vías institucionales de defensa.

Después de interrupciones en su carrera, llegó al Senado, en plena madurez y con claridad de su papel dentro del sistema político: el de tejedor de acuerdos. No era el idóneo para la arenga de masas pero sí para convencer en las mesas. En la Tribuna, vertió argumentos para intentar reencauzar la reforma energética. Desde la Comisión de Justicia intervino en nombramientos clave para el equilibrio de los poderes y la integración de los órganos autónomos.

Sobre el futuro, albergaba esperanza y desesperanza, aunque entre los constantes vaivenes triunfaba el optimismo.

Camacho era camachista. Tenía un estilo propio con el que se sentía cómodo. Generaba, como todo hombre público, simpatías y antipatías. Murió siendo él mismo y su legado se valorará al tiempo.

Directora de Derechos Humanos de la Suprema Corte de Justicia de la Nación

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