Cuando conocí a Juan María Alponte se me hizo familiar su entonación, sus pausas y su inconfundible voz por el espacio que ocupó durante años en Opus 94. Le había puesto en mi imaginación un cuerpo que finalmente no correspondió al real. Me lo imaginaba delgado y lo era en extremo, pero era bajito y mi mente le había dado mayor estatura. En lo que no me equivoqué fue en su categoría de gran señor.

Sus amigos le llamaban Enrique, por eso supe que usaba un sobrenombre elegido como una manera de honrar al primer esclavo negro liberto de Cuba: José Antonio Aponte y Ulabarra, que participó en la gesta independentista de principios del siglo XIX.

Enrique Ruiz García llegó a México en 1968 y se sintió cómodo en nuestra tierra. Fue su tercer país de acogida después de haber sido expulsado de España en 1962. Formalmente se hizo mexicano diez años después, aunque siempre se consideró hombre universal, ciudadano del mundo, mucho antes que se creara esa categoría a finales del siglo XX.

Alponte desarrolló en los setentas una función específica para la Presidencia de la República: preparar discursos y proporcionar material con información valiosa y relevante tanto para las giras internacionales como para las visitas de jefes de Estado y de gobierno a México. Estábamos muy lejos de contar con las herramientas actuales de búsqueda de información y él se volvió un hombre indispensable como generador de datos y para fijar marcos de referencia.

Coincidentemente, Italia Morayta, la intérprete traductora de los presidentes hasta 1988, también falleció este año y tuvo como Juan María una longevidad gozosa que les permitió acumular experiencias y comparar situaciones que en apariencia se repiten en la historia de los pueblos.

Alponte tenía como obsesión la mirada de México en el mundo. Insistía en que viéramos permanentemente lo que pasaba a nuestro alrededor. “Es con los otros de quienes se aprende”, decía.

De las últimas entrevistas, rescato de la de Yarely León Mogica (2012) y de una conferencia en la FES Acatlán del mismo año, su visión de la historia:

“En México hemos hecho una historia de buenos y malos, no una historia de contradicciones.” “Hay que hacer una historia descarnada, desencantada. Lo que nosotros hacemos es una historia encantada. Pero le falta la crítica y le falta asumir las contradicciones”. Y agregaba: “Hay que tomar conciencia de los eslabones perdidos de la historia”.

El mundo que habitó fueron muchos mundos, muchos tiempos y muchas circunstancias en las que se encontraron inmersos personajes diversos y de gran contraste.

Al final de su vida le preocupaba la violencia en México que para él era resultado del desempleo y la desigualdad. “En México siempre tendremos como pendiente lo que acarrea el no haber resuelto lo fundamental”, sentenciaba.

Resumía sus 45 años de vida académica en la UNAM diciendo: “se trata de entrenar a los jóvenes para la vida, les enseño fundamentalmente a racionalizar, a no tener prejuicios, les enseño a ser hombre libres”.

Hace dos años, en el aniversario 500 del Príncipe de Maquiavelo en el CIDE, fue invitado para dar el contexto a la lectura de la obra. Lo hizo con la emoción de un universitario en su primer día de clases. Se quedó en el auditorio hasta el final escuchando a los lectores que se fueron sucediendo en el turno.

Era goloso con la lectura y frugal en sus alimentos. Su curiosidad no disminuyó aun en su novena década, tampoco su amor por Bárbara, su compañera de vida.

Cada año académico, Alponte logró mezclar su edad con la de sus estudiantes y fue con la vitalidad de estos —con sus propios ojos y con los de ellos— que siguió intentando, apasionada e incansablemente, otras maneras de abordar, entender y explicar el mundo.

Directora de Derechos Humanos de la SCJN

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