La narrativa de la corrupción ha tomado un nuevo giro en las últimas semanas. Es constante el señalamiento común y generalizado de que no se sabía lo que otros hacían. No importa si la acusación proviene de la delincuencia delegacional, las construcciones carreteras o los procesos penales. Simplemente se dice que no se conocían las actuaciones de otros, subordinados o asociados. Prácticamente, que la actuación no sólo se hizo sin el consentimiento del jefe sino, más aún, a sus espaldas. Quienes invocan tan simple justificación, supongo que suponen que con ello quedan, si no exculpados, sí al menos comprendidos o, tal vez, perdonados. Más allá de tales simplezas, ni las responsabilidades jurídicas ni políticas pueden evitarse con estas salidas. Si las consideramos con atención, más que lograr exculpaciones, ponen de manifiesto la pérdida de capacidad de gestión y respeto por la cosa pública.

Hace siglos, Epicuro se preguntó cómo era posible que dios, un ser bueno y omnipotente por definición, hubiera creado el mal entre los hombres. El filósofo hedonista generó así un célebre dilema. Su adaptación civil evidencia el enorme problema por el que cotidianamente atraviesa la administración de los asuntos seculares. Si en el mundo existe el mal y las autoridades tienen las competencias y capacidades para enfrentarlo, es posible que las mismas sepan o no de su existencia. Si lo saben, existe la posibilidad de que puedan suprimirlo y no quieran hacerlo, con lo cual se evidenciaría su maldad, o si saben que existe pero no pueden remediarlo, únicamente manifestarían su incapacidad. Si por el contrario y volviendo a las opciones iniciales, las autoridades no saben que el mal existe, se haría notoria su incompetencia para desempeñar la función encomendada. La aplicación de este dilema arroja un modelo para dimensionar situaciones concretas. Los actos públicos pueden tratarse con dos raseros: como debidamente realizados, lo que supone que sus agentes saben, quieren y pueden, o como manifestaciones de la corrupción o de la incompetencia, debido a que sus agentes o no saben, o no quieren o no pueden.

Para no caer en el consabido y cíclico voluntarismo redentor, es necesario ordenar la discusión sobre el modo como debería entenderse y operarse la cosa pública mediante la diferenciación entre los problemas a enfrentar, las herramientas para hacerlo y las capacidades de quienes van a actuar. Una pertinente e inicial acotación anti-ideológica es necesaria, a fin de dejar de considerar que todos los males provienen de servidores públicos rapaces que prácticamente extorsionan a un sector privado moral e indefenso, cuando en realidad las complicidades entre unos y otros generan un continuo mutuamente ventajoso. Otros temas que se debieran considerar son las relaciones entre órdenes normativos (federal, local y municipal) a efecto de saber quién es responsable de qué y ante quién; la revisión de las conductas (públicas y privadas) a sancionar, y la reordenación de los órganos encargados de identificar, perseguir y sancionar las conductas tipificadas. Mucho de esto no existe y si existe, está mal organizado, traslapado o amontonado, de modo que lo evidente no se alcanza a ver y cuando se ve no es fácil componerlo. El problema para identificar males y poner remedios, es que quienes deben hacer unos y otros están señalados por participar en conductas como las que se busca resolver. La conocida autorreferencia del derecho juega en contra de las posibilidades de disciplinar la cosa pública. Encontrar el modo de actuar en el derecho y con el derecho pero, al mismo tiempo, expandir sus posibilidades regulatorias y sancionatorias para remediar los males que se nos van acumulando, es uno de los dilemas de nuestro tiempo.

Ministro de la Suprema Corte de Justicia
y miembro de El Colegio Nacional.
@JRCossio

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