A lo largo de las últimas semanas se han externado críticas en contra de lo que genéricamente se identifica como “debido proceso”. Desde diversas perspectivas y experiencias, se ha dicho que la aplicación por los jueces de ese derecho humano está propiciando impunidad y agraviando a diversos sectores de la sociedad. Hay quienes inclusive han sostenido la perversidad del concepto y, sobre todo, el inadecuado modo en que los jueces lo están utilizando al conocer de los amparos solicitados por personas acusadas por delitos graves.

En una sociedad tan lastimada como la nuestra, en la que el Estado es incapaz de proteger la vida y los bienes de los miembros de la sociedad, es por demás comprensible que se emitan duros juicios en contra de quienes tienen como tarea la procuración y la impartición de justicia. Es entendible que en la confusión reinante se externen críticas en contra de quienes tienen a su cargo castigar a los que se les acusa de cometer un delito, cuando esto no se logra y prevalece o incrementa la impunidad. Sin embargo, una cosa es entender y ser completamente empático con el dolor de los demás, y otra distinta compartir sus razonamientos y propuestas de solución. Confundir en la discusión pública los sentimientos de las personas y sus juicios para admitir que lo real y vivido de unos necesariamente implica compartir los otros, puede tener graves consecuencias.

En materia penal, el debido proceso es el estándar de actuación exigido a las autoridades en el desarrollo del proceso penal para condenar al acusado por la comisión de un delito. Tal estándar debe verse satisfecho en todas las etapas del procedimiento. Ello significa que a lo largo de la averiguación previa o carpeta de investigación, el proceso seguido ante el juez, el desahogo de los recursos y los juicios de amparo, es necesario que las correspondientes autoridades hagan las cosas de un modo determinado, apegándose a estrictas reglas de operación. Estas reglas están precisadas con razonable claridad en la Constitución, los tratados internacionales y las leyes, y desarrolladas con especificidad en la jurisprudencia de los tribunales, primordialmente de la Suprema Corte. Es decir, todas las autoridades están en posibilidad de conocer de antemano qué es aquello que deben hacer y cómo deben realizarlo, a fin de que sus acusaciones y actuaciones sean consideradas válidas por quienes habrán de revisarlas. No hay sorpresa en la emisión de las reglas, ni en su forma de darlas a conocer, ni en el modo en que serán aplicadas. Para una autoridad atenta y, sobre todo, para quienes tienen a su cargo adiestrar y supervisar a sus miembros, no es difícil prepararlos para que su actuar sea conforme a esas normas. La capacitación parte, desde luego, de la aceptación del modelo ya existente y no de su rechazo inicial.

El debido proceso no es una moda nacional. Es uno de los elementos más relevantes de la modernidad jurídica. Gracias a él ha sido posible delimitar la actuación de autoridades, impedir abusos y darle cierto orden a la convivencia social. Suponer que de suyo es un obstáculo al castigo efectivo de quien delinque, implica una confusión. Más que propugnar su eliminación o restricción, lo que debe hacerse es impulsar su pleno desarrollo y total eficacia. Entrenar a los policías para que sepan cómo actuar en las primeras diligencias, capacitar forenses y dotarlos de recursos para permitirles sólidas investigaciones, crear un buen programa de protección a personas involucradas en los procesos, por ejemplo. Suponer que el mal está en el debido proceso en sí mismo considerado es comprensible desde el dolor de quien ha sufrido una perdida, tal vez irreparable. No es, sin embargo, el camino para la construcción de una sociedad que quiere actuar mediante reglas y encontrar ciertas maneras de convivencia social más o menos generalizadas.

Ministro de la Suprema Corte y miembro de El Colegio Nacional.
@JRCossio

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