El libro El médico, el rector, presentado el lunes por Guillermo Soberón, en la antigua Escuela Nacional de Medicina, puede ser leído como:

1) un bien documentado y a la vez distendido, disfrutable testimonio de una larga y relevante época de creación y/o transformación de los sistemas de salud, educación superior e investigación científica del país, así como de turbulencias políticas, brotes de males como el SIDA y otras desgracias, como el terremoto de 1985;

2) una sana provocación o un llamado franco a discutir hechos de trascendencia nacional, algunos de ellos todavía controvertidos, como los que protagonizó este —ahora celebrado— autor, al frente de la UNAM, y

3) una forma de agradecible rendición de cuentas de una figura que ha sido pública desde que presidió su generación —1943— de estudiantes de Medicina, hasta su actual, activa participación, a sus casi 90 años, como miembro de El Colegio Nacional y presidente Emérito de la Fundación Mexicana para la Salud.

La lectura de estas memorias constituye una verdadera revelación: el texto rehúye las generalidades distantes en que se suelen evadir las personas públicas, e incurre en constantes, comprometedoras pormenorizaciones. Se enriquece, además, con un sentido del humor que contrasta lo mismo con el lenguaje de los altos personajes que con la propia imagen pública de un actor de trayectoria y de gestos duros.

Policía en CU. Es muy afortunada la mezcla que logra de crónica puntual de hechos, acompañada de un registro —sin pudores— de emociones y de preocupaciones, entre análisis agudos, por ejemplo sobre el poder presidencial y sus ocurrencias, así como sobre los medios de comunicación que adulteraban sus desplantes al presentarlos como inequívocos actos de valor y de gloria.

Tras el apunte de diálogos muy verosímiles al mayor nivel, en el curso de episodios de alto riesgo, como el de “la infausta pedrada” —así se titula este apartado— al presidente Echeverría, en Ciudad Universitaria, con frecuencia aparece el remate gracioso (a veces auto infamante) de la vida doméstica. Un ejemplo: después de que una de las hijas del entonces rector comenta aquel día en casa que unos chavos que marchaban por el campus coreaban “Soberón y Echeverría son la misma porquería”, se oye la voz terminante de la suegra: “¡Cómo! ¡Qué majaderos! Tan buena persona que es el licenciado Echeverría”.

Dos veces metió a la policía a Ciudad Universitaria, entre grandes resistencias —que relata el autor— de los gobiernos federal y del DF. La primera, en 1973, ante el homicidio de un estudiante, cuyos asesinos se habían refugiado en la UNAM, en un clima de violencia creciente, “llámese revolucionaria, laboral o del orden común”, entrevera el autor con alguna sorna aplicable a nuestros días.

Iguala/Apatzingán. La segunda entrada de la policía a CU fue en 1977, para desalojar y consignar por despojo a los organizadores del Sindicato Único de trabajadores Universitarios (SUNTU) “que se habían apoderado de instalaciones que no le pertenecían”. Por allí andaban, apunta Soberón en retrospectivo ¿amigable? desafío, personajes que adquirirían relevancia en la academia, como Ruy Pérez Tamayo y Manuel Peimbert, a quienes habría que agregar a otros personajes que adquirirían a su vez relevancia en la transición a la democracia, como José Woldenberg.

Estampas de casi un siglo por las que desfilan seres, imágenes, lugares que generan en el lector asociaciones de actualidad. Desde Iguala, el pueblo natal, revisitado hace poco en condiciones todavía civilizadas con su “amor de vejez”, hasta Apatzingán, donde el joven Soberón hizo su servicio social en condiciones todavía respirables, pues allí se encontró con “el amor de su vida”. Un libro, entre la trascendencia de sus registros y el aliviane de su estilo, que, por ejemplo, lleva a preguntas clave sobre la violencia, “llámese revolucionaria, laboral o del orden común” —o sindical o del crimen organizado— y sobre cómo entrarle a estos retos hoy.

Director general del Fondo de Cultura Económica

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