nosotros
pagamos nuestro boleto y de aquí no nos vamos

Eliseo Diego

Hay recuerdos que parecen ingénitos; el rostro de los padres, los abuelos, la casa familiar parecen habitarnos desde siempre. No puedo precisar cuándo vi el mar por primera vez ni cuándo conocí la calle y la montaña ni cuándo reconocí un árbol, el cielo, las estrellas que, como escribió Borges, “mi ignorancia no ha aprendido a nombrar”. Para mí, el circo importa uno de esos recuerdos.

Quizá fue en un circo modesto que se había detenido una noche en Perote o en la Arena México del Distrito Federal, en la que solía presentarse el circo Atayde Hermanos, donde me admiré por primera vez con ese espectáculo de asombros elementales que no dejan de repetirse, de personajes arquetípicos, de animales comunes que parecen mitológicos.

“Desde que el primer vagón de espectáculos”, sostiene Tom Parkinson en la introducción de Pictorial History of American Circus, de John y Alice Durant, “se arrastrara pesadamente desde ningún lugar para desfilar al final de la calle, el circo ha despertado la curiosidad de los ciudadanos no sólo por sus representaciones, sino por lo novelesco y el misterio que rodea el deambular consuetudinario. ¿Quién sabe a dónde va el circo, o cuántos hay o a quién pertenecen o, realmente, cómo se administran?”

A pesar de que no deja de repetirse, cada acto, cada personaje, cada troupe continúa produciendo admiración, deparando revelaciones, prodigando la curiosidad, incitando... El espectador adivina lo que le regala el circo: trapecistas, equilibristas, payasos, domadores, caballos, llamas, changos, elefantes, tigres, acaso un león, pero sigue asombrándose y, lo que es más benéfico, sigue queriendo asombrarse.

Las rutinas mantienen la expectación, el temor ante un posible desenlace fatal, a veces conmiseración burlona, a veces curiosidad y desconcierto, y renuevan constantemente la inocencia, una disposición natural a admirarse, una incitación festiva. Una trapecista refrenda con sus evoluciones la fatalidad de un error, un viejo equilibrista puede hacer recordar los riesgos de su arte, cada prestidigitador transforma los trucos comunes que conoce el espectador, pero un mago poderoso puede intimidar como un hipnotizador y un mago escaso de recursos no sólo atrae con frecuencia la reprobación y el escarnio, sino que en ocasiones se convierte en un personaje peculiar semejante a la mujer barbuda, la devoradora de espadas, los contorsionistas que acaso desafían a la naturaleza como una provocación, a diferencia del domador que le devuelve al tigre su condición de prodigio.

En la entrada del Elephant Hotel de Somers, Nueva York, hay un obelisco que sostiene la estatua de un elefante. Representa a Old Bet, el segundo elefante que se presentó en un circo de los Estados Unidos. Había sido adquirido por el dueño del hotel en mil dólares y un granjero iracundo lo mató de un disparo. Fue, sin embargo, el capitán Jacob Crownishield quien arribó en su barco al puerto de Nueva York el 1 de abril de 1796 con el primer elefante que hubo en Norteamérica. Era una hembra de tres años y carecía de nombre. John y Alice Durant refieren que el nuevo animal resultó una sensación desde Carolina del Norte hasta Nueva York dejando un rastro de noticias de periódico. El capitán Crownishield, que lo había comprado en 450 dólares en Bengala, se lo vendió en 10 mil dólares a un hombre de Filadelfia de nombre Owen. Sin embargo, los puertos de Nueva Inglaterra habían sido los primeros en introducir animales desconocidos. En 1716, un león “nunca antes visto en Norteamérica se exhibió en Boston, un camello se presentó cinco años después y el primer oso polar fue admirado en 1733”.

En el principio del circo moderno, al que era asiduo George Washington, se hallan los caballos. En Inglaterra, Philip Astley creó una pista circular para las acrobacias hípicas populares desde entonces, en las que destacaba el jinete Thomas Johnson, el Tártaro Irlandés, que podía montar a dos y tres caballos a la vez. Hay quien sostiene que a los payasos se les privó de los número hípicos porque denigraban al caballo.

Los personajes y los animales del circo y su existencia azarosa y trashumante no dejan de sugerir historias no siempre inquietantes y de preservar, entre otras cosas, el secreto y el misterio, revelando incesantemente que el mundo puede ser también un espectáculo lúdico de prodigios. Sin el circo, la vida resultaría inimaginable.

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