“La vieja Austria fue arruinada a causa de un malentendido”, escribió Joseph Roth en un manuscrito sin título que no publicó y que su editor, Klaus Westermann, cree que procede de 1937 o 1938. Roth era habitante de aquella Austria que terminó por venerar y en la que convivían judíos de la Galitzia oriental, como él, y católicos húngaros, eslavos, triestinos e incluso austríacos, y la cual ha persistido en libros muy diferentes como muchos de Roth, como El hombre sin cualidades, de Robert Musil; como Los demonios, de Heimito von Doderer; El estandarte, de Alexander Lernet-Holenia, o El mundo de ayer, de Stefan Zweig.

No sólo en esos libros que proceden de Austria perdura la variedad que la conformaba. Su mitología no ha dejado de crearse menos como una nostalgia que como un culto. La música, la pintura, la arquitectura, la filosofía, el psicoanálisis, la sociedad que se suscitó en el tiempo de Francisco José, que Arnold Schönberg identificaba como el de “la danza macabra de los principios”, no ha dejado de propiciar asombros en la forma de conjeturas, de recreaciones, de teorías, de historias posibles, de descubrimientos, de minucias, de recuerdos de utilería, de libros...

Después de la Segunda Guerra Mundial, en los Estados Unidos de América, advertía Carl E. Schorske, cierto estado de pesimismo, a veces de impotencia, a veces de rígida defensa, a veces de rendición, se arraigó entre eso que llaman “intelligentsia”. Algunos de aquellos que habían creído en el liberalismo se acogieron al protestantismo y a Soren Kierkegaard, otros se confiaron a la sabiduría patriarcal de Jakob Burckhardt y no pocos de los que habían sido adeptos a las visiones de Karl Marx, como Herbert Marcuse y Norman O. Brown, se convirtieron a las ideas del doctor Sigmund Freud de Viena. “La cultura liberal tradicional”, sostenía Schorske hacia finales del siglo XX, “había considerado como centro al hombre racional, de cuya dominación científica de la naturaleza y de cuyo control moral de sí mismo se esperaba que crearan la sociedad buena. En nuestro siglo, el hombre racional ha tenido que ceder lugar a aquella criatura mercurial más rica, pero más peligrosa: el hombre psicológico. Este hombre nuevo no es sólo un animal racional, sino una criatura de sentimientos e instintos. Nos inclinamos a volverlo la medida de todas las cosas en nuestra cultura”.

Luego de colaborar con la Office of Strategic Services, precursora de la Central Intelligence Agency, durante la Segunda Guerra Mundial, Carl Emil Schorske se dedicó a la academia. En el obituario que escribió en The New York Times, Bruce Weber refiere que, cuando impartía clases en la Universidad de California en Berkeley, apareció fotografiado en la portada de la revista Time como uno de los 10 profesores más grandes y que un artículo publicado en 1969 en la revista de los alumnos de Princeton recordaba que, al final de la última clase de su primer curso, los estudiantes se pusieron de pie mientras aplaudían.

Schorske tocaba el violín y sostenía que la música guiaba su pensamiento y su método de enseñanza. No sólo cuando escribía sobre Arnold Schönberg la música era más que una referencia, también creía que, por ejemplo, La Valse de Maurice Ravel, que procedía confesamente del vals vienés, podía entenderse como una “parábola de la crisis cultural moderna” y podría complementarse con la obra de Arthur Schnitzler. Creía, como Jakob Burkhardt, que la “Historia es lo que una época encuentra digno de ser advertido en otra”.

En 1955 publicó German Sacial Democracy, 1905-1917 y en la American Historical Review escribió algunos de los ensayos que conforman un libro editado en 1980 por Alfred A. Knopf: Fin-de-siècle Vienna. Politics and Culture, del cual existen, hasta donde sé, dos traducciones en español, y en el que, sin prescindir de la fascinación, examina con rigor el mundo que se transformaba en Viena y en el cual músicos como Schönberg, escritores como Schnitzler y von Hofmannstahl, pintores como Klimt y Kokoschka, arquitectos como Adolf Loos, matemáticos como Ernst Mach, psicólogos como Freud trastrocaban la cultura. No sólo pretendía comprender ese tiempo perturbador, sino que creía que en él podrían hallarse algunos orígenes, a veces truncados, del devenir de nuestra época.

Carl Emil Schorske nació en el Bronx, el 15 de marzo de 1915. Murió el domingo 13 de septiembre en Meadow Lakes, una comunidad de retirados cerca de Princeton. Tenía 100 años.

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