Vivimos en democracia y aunque todavía haya muchos que lo ponen en duda, las elecciones del 7 de junio mostraron que la competencia y la pluralidad se han consolidado. Hoy, los ciudadanos saben que con su voto pueden premiar o castigar a sus gobernantes, así, de las 9 gubernaturas en juego, 5 tuvieron alternancia y Colima estuvo en fuerte disputa por lo cerrado de los resultados.

La Cámara de Diputados federal es la imagen viva de la pluralidad porque los tres partidos grandes perdieron apoyo, mientras que los pequeños crecieron, salvo el PT que probablemente perderá el registro al no alcanzar el 3% de los votos y dos partidos nuevos (Morena y Encuentro Social) ratificaron su permanencia. Sin embargo, el principio democrático de “la aceptabilidad de la derrota” sigue sin aplicarse a cabalidad. Nuestros principales actores políticos, cuando pierden, reaccionan mediante el viejo recurso de declarar que hubo fraude, o que intervino el gobierno en turno, y lo peor es que con ello alimentan nuestra arraigada cultura de la suspicacia.

Uno de los mayores desafíos que ha enfrentado nuestro sistema electoral es el de resultados muy cerrados. Después de la muy controvertida elección presidencial de 2006 en la que el margen de victoria del ganador fue apenas del 0.25%, la legislación electoral estableció la posibilidad del recuento total de los votos cuando la diferencia entre los punteros fuera menor al 1% y eso ha ocurrido ya. Lo que no está claro es que el recuento inyecte confianza en los resultados y en la autoridad electoral. Los partidos siguen apostando a la impugnación, no tanto para corregir errores o inconsistencias, sino para sembrar la duda que siempre encuentra suelo fértil.

Este año, el caso paradigmático de una votación muy cerrada es el de la elección para gobernador de Colima, en donde la diferencia entre los candidatos punteros del PRI-PVEM-Panal y del PAN fue apenas del 0.18%, equivalente a 547 votos. Pero, el conflicto surgió más que por los resultados, por la imprudencia mayúscula de la consejera presidenta del órgano electoral del estado, Felícitas Valladares, quien en un afán protagónico, ofreció “la primicia” del resultado del cómputo municipal a Joaquín López Dóriga, dándole el triunfo a Jorge Luis Preciado, del PAN, por un margen de 0.17%. Menos de una hora después, en el mismo programa radiofónico, Valladares corrigió la información, argumentando que había recibido actas adicionales de cómputo que daban el triunfo a Ignacio Peralta, de la coalición del PRI.

Antes de solicitar el recuento total de los votos, la dirigencia panista declaró que desconfiaba de la limpieza del mismo, pues podrían robarse los paquetes electorales en los trayectos de los consejos municipales al Consejo Estatal Electoral. Se le olvida que existen las actas de cómputo y que cada partido político tiene una copia de las mismas. Al día siguiente, al concluir el cómputo estatal, se identificó un error de 4 votos, lo que no altera el triunfo de Peralta.

Si la consejera presidenta no hubiera caído presa del incentivo mediático de estar con un famoso conductor, quizás se habría evitado la oleada de cuestionamientos a la autoridad electoral.

Es cierto, la imprudencia política alimenta la suspicacia, pero pretender que detrás del error de Valladares, producto más de la tontería que de la mala fe, se estuviera fraguando un fraude, hay un abismo y los dirigentes de los partidos lo saben.

La competitividad tiene consecuencias políticas porque hace menos contundente el triunfo. Si los actores políticos confiaran en los candados que ellos mismos han creado para evitar la manipulación de los votos, podríamos aceptar que ya vivimos en democracia, con todo y los problemas que ello conlleva.

Académica de la UNAM.
peschardjacqueline@gmail.com

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