La agresión violenta que sufrió la UNAM el jueves pasado de manos del autodenominado grupo Okupa Che no es un hecho nuevo. Tampoco es nueva la denuncia penal que hicieron las autoridades universitarias por el daño infringido a sus instalaciones y equipo. Estos episodios ocurren cada cierto tiempo y no hay Rector reciente que no se haya enfrentado a uno o varios de tales actos de vandalismo.

Cada vez que el grupo de delincuentes que se ha apoderado del Auditorio de la Facultad de Filosofía y Letras, al que ha convertido en su cuartel de operaciones, entra en conflicto con la fuerza pública, éste reacciona quemando vehículos y dañando edificios y mobiliario universitario. Cada vez que esto sucede, la UNAM responde, echando mano de sus facultades legales, levantando actas sobre los hechos y denunciando los ilícitos para que la autoridad pública actúe en consecuencia, pero al final la ocupación persiste.

La UNAM no cuenta con una estructura para repeler este tipo de agresiones, ni tampoco tiene un cuerpo de seguridad para expulsar al grupo que se reclama anarquista y que ha convertido en posesión personal a instalaciones universitarias que son espacios públicos de la nación. La Universidad no puede resolver por sí sola el problema porque únicamente cuenta con herramientas jurídicas para solicitar a las autoridades públicas que investiguen y desalojen a quienes se sabe poseen y trafican con drogas.

El problema para resolver la amenaza que ha tenido virtualmente secuestrada a la UNAM desde hace cerca de quince años tiene que ver con algo así como el “síndrome de 68” que hace que el gobierno tema que cualquier intervención policiaca sea vista como represión estudiantil, o como violación a la autonomía universitaria, provocando casi automáticamente la protesta de los universitarios, en contra de dicha intromisión. Frente al temor del gobierno está la tendencia antiautoridad de los propios universitarios. La Universidad parece estar atrapada entre la defensa de su autonomía, expresada en un imaginario colectivo que ve a la autoridad pública siempre como invasora y represora y la necesidad de que se persiga eficazmente al delito.

La pregunta que se antoja pertinente es ¿a quién o quiénes sirve que se mantenga en Ciudad Universitaria un foco de impunidad y de latente amenaza a la estabilidad de su vida interna? ¿La autoridad pública tolera la presencia de dichos grupos delincuenciales, porque ello le da un margen de discrecionalidad para intervenir cuando le conviene?

Tal parece que la recurrencia de estos actos se ha convertido en parte del panorama de la universidad pública en general; como si la invasión arbitraria del espacio público fuera natural, característica regular del escenario de la educación superior, ante el cual hemos perdido la capacidad, ya no digamos de indignación, sino siquiera de sorpresa.

Está claro que autonomía no significa extraterritorialidad y mucho menos impunidad y que no puede seguir permitiéndose que, bajo el cobijo de esa facultad para decidir el gobierno universitario que es la autonomía, se pretenda mantener un foco de permanente desafío a la integridad universitaria. Estoy convencida de que la única manera de enfrentar el problema es mediante la coordinación de las autoridades universitarias y públicas, tanto federales como capitalinas, porque hay delitos involucrados que atañen a ambas esferas. Pero dicha coordinación debe de estar respaldada por el más amplio apoyo de la comunidad universitaria.

Ya es hora de que estudiantes y profesores, autoridades y empleados salgamos de nuestro sitio de confort para pronunciarnos en contra de quienes medran con la autonomía. La comunidad universitaria debe de asumir con determinación su responsabilidad de salir en defensa del territorio de la UNAM que es de todos.

Académica de la UNAM

peschardjacqueline@gmail.com

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