En el folclor político estadounidense, el mes de octubre del año de la elección presidencial es casi mítico. Desde los años sesenta se hablaba del riesgo para alguna de las campañas de que su contrincante produjera un elemento sorpresivo de última hora que pudiera cambiar las tendencias y, por lo tanto, el resultado de la elección.

En 1968, Richard Nixon y los suyos temían que el presidente Lyndon Johnson declarara un cese al fuego en la guerra en Vietnam para declararse victorioso y ayudar a la campaña de su compañero de partido, el demócrata Hubert Humphrey. De poco le sirvió la estrategia, en caso de que haya sido cierta, pero el mito cobró fuerza.

En 1980 corrió la versión de que el gobierno musulmán de Irán pospuso la liberación de los rehenes estadounidenses hasta que Ronald Reagan le ganó la elección a Jimmy Carter. Para echarle limón a la herida, Teherán los dejó libres inmediatamente después de la toma de posesión de Reagan. Vaya sorpresita.

Elección tras elección, cada cuatro años, la especulación otoñal en Washington DC se centra en la posibilidad de una nueva y potencialmente devastadora sorpresa de octubre. Rara vez sucede, y rarísima vez funciona, pero así son las obsesiones: se alimentan de sí mismas, se engrandecen, se magnifican, hasta que un buen día se cumplen.

Así le sucedió ahora a Donald Trump. Justo el día en que se cumplía su más ansiado sueño, “su” sorpresa de octubre, la revelación por parte de Wikileaks sobre algunos discursos de Hillary Clinton frente a empresarios y banqueros de inversión, Trump se topó con su peor pesadilla, una grabación de hace poco más de diez años en que el multimillonario hace justo el tipo de comentarios sobre las mujeres que podríamos esperar de él: misóginos, sexistas, vulgares, corrientes. Escandalosos, mas no sorprendentes, tal y como es Donald Trump.

El candidato republicano ha hecho de esta contienda electoral un circo, un lodazal. La lista de los ofendidos, insultados, atacados por Trump es casi interminable, pero increíblemente se había salido con la suya hasta el viernes pasado. Insultos a mexicanos, hispanos, musulmanes, afroamericanos, mujeres, discapacitados, veteranos de guerra y sus familiares, no fueron merecedores de que el establishment republicano protestara, se manifestara. Hasta esta más reciente grabación, que aparentemente hizo que todos se acordaran de sus hijas, de sus hermanas, de sus mamás, se indignaran como nunca antes en este proceso electoral y se abrieran las compuertas de la moralina de la derecha moderada.

De ellos y de buena parte del resto del país. Hasta los más fanáticos de los fanáticos de Trump lo han criticado, repudiado, dado la espalda. Parecía una estocada fatal, definitiva, contra el ofensivo candidato.

Llegó Trump malherido al debate, tocado, como se dice. Hillary se fue sobre de él, al igual que los moderadores, al inicio. Y, al igual que en el debate anterior, lo dejó ir de pie. Pudo noquear, vapulear, pero cayó en su juego, se dejó distraer, y terminó aburriendo al respetable.

Donald Trump es errático, intempestivo, agresivo, pero domina un lenguaje llano, simple y simplista, que gusta a sus partidarios. Trump ha logrado conectar con un segmento importante del electorado que no busca sofisticaciones ni argumentos elaborados, ya no digamos sensatos, y fue a ese grupo al que se dirigió hoy.

Hillary Clinton es cerebral, calculadora, inteligente y estudiada, en el sentido más amplio de la expresión. Eso la haría una excepcional inquilina de la Casa Blanca, pero no la hace una candidata atractiva. Hillary no entusiasma, no convence, no motiva, y ese es su tal vez insalvable talón de Aquiles. Tiene una habilidad única, casi trágica, de arrebatar la derrota de las fauces de la victoria.

Como mexicano, como observador de la realidad de EU, encendí la TV optimista, de buenas. La apago inquieto, preocupado. Hillary tiró a la basura su mejor oportunidad para amarrar el triunfo. Y Trump salió vivo. Mala tarde para nosotros.

Analista político y comunicador.
@gabrielguerrac
www. gabrielguerracastellanos.com

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