Un joven negro, desarmado, es baleado por un policía que se sintió amenazado por él. Otro muere misteriosamente en la camioneta policial en la que estaba siendo remitido por alguna falta menor. Otro ciudadano, negro también, es pillado por la policía vendiendo cigarrillos de contrabando: su detención culmina en su muerte por asfixia, a manos de un policía.

Un ciudadano, blanco, balacea y mata a un adolescente negro porque le parece sospechosa su conducta. Un policía acribilla por la espalda a un padre de familia negro mientras éste trata de huir. Su crimen: conducir con uno de los faros traseros roto.

Cuando alguno de esos incidentes genera protestas de la comunidad, la condena social de los medios de comunicación es inmediata, absoluta. Se habla de vandalismo, de saqueo, de desorden. La reacción policiaca es abrumadora y desproporcionada, con despliegues y equipamiento más propios de la guerra en Irak que de una manifestación pacífica en la que algunos se salen de control.

La conducta de los medios destaca con una postura radicalmente distinta a que si estuvieran cubriendo protestas en un país extranjero: reporteros in situ editorializan abiertamente a favor de las fuerzas del orden y condenan a los manifestantes. Se pliegan con una docilidad asombrosa a las órdenes, a las limitaciones, a la censura que les imponen las policías. Lo que en cualquier otra parte sería un escándalo (que se les impida moverse libremente, que se les amenace con arrestarlos) se vuelve un asunto menor para ellos.

Y eso, en los noticieros liberales, por así llamarlos. Los de derecha, sobre todo los espacios de análisis y comentarios, se vuelven una vitrina en la que los prejuicios se muestran descaradamente, en que los abusos se ignoran o minimizan, y los defectos de las víctimas son exhibidos y observados con lupa, como si así se les pudiese tornar en villanos.

Mientras eso sucede, la clase política se divide en dos: los que atizan el fuego de uno u otro lado, y los que procuran la cordura y la razón. Decirle a las cosas por su nombre se vuelve un pecado mayor: si el presidente condena la agresión o la brutalidad policiaca se le acusa de instigar el odio racial y la división de la sociedad. Pero si es un político conservador el que denosta a las víctimas o a sus comunidades, se le llama libertad de expresión.

Ahí encajan los despropósitos de individuos como Donald Trump, que con sus discursos llenos de bilis y vacíos de ideas alimentan la ignorancia, el prejuicio, la exclusión. Peor aún, vuelven política y socialmente aceptable repetir en público y en privado ese tipo de expresiones. Trump lo ha hecho con los mexicanos, otros muchos lo hacen con los afroamericanos. Y cada vez que toman el micrófono para gritar su aberrante demagogia, le hacen sentir a otros que tienen no sólo el derecho, sino la obligación de seguirlos, de imitarlos, de superarlos.

El discurso del odio no sólo envenena mentes, sino que crea un ambiente propicio para quienes creen en pasar de las palabras a las acciones concretas. Un político o un comentarista de TV busca aumentar su popularidad, su rating, pero no mide el riesgo de que otros en el público lo tomen al pie de la letra, lo quieran rebasar.

Es el caso del joven asesino de la iglesia de Charleston, Carolina del Sur. Un terrorista en toda la acepción de la palabra al que nadie en EU se atreve a describir así, tal vez porque el término está reservado para musulmanes y sus simpatizantes. Un adolescente que se creyó toda la basura, todo el veneno que escupen cotidianamente los demagogos en su país. Esos que se creen simpáticos, ingeniosos, populacheros, y que sólo riegan de odio las muy fértiles mentes que buscan explicaciones simples para problemas complejos.

Cuidado, porque en México tenemos a muchos de ese estilo.

Analista político y comunicador.
@gabrielguerrac
www.gabrielguerracastellanos.com

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