En el análisis de la política enfrentamos siempre la pregunta de cómo nos gobernamos. Si algún sentido de fondo tiene la democracia es la decisión de autogobernarnos. Esta decisión está hecha de miles de opciones que hemos hecho o han sido hechas por nosotros. Un sistema constitucional no nace de la noche a la mañana aunque una Asamblea Constituyente dure algunas semanas o meses. Para que ocurra deben acumularse muchos eventos, sentimientos y necesidades que conducen a la convicción de que lo necesitamos o de que debemos cambiarlo.

Los principios fundamentales de la democracia apenas y son servidos mediocremente por las formas que ésta ha alcanzado hasta el presente. Estos principio son, a saber, la dignidad de los seres humanos y su derecho a la justicia, el derecho de cada ciudadano a participar en la definición de la agenda común y la libertad —en todas sus expresiones— para deliberar y decidir. Las limitaciones que el orden político impone o las facilidades que habilita para la realización de estos principios representan el grado en que ese orden responde a los principios esenciales de la democracia. De ahí que en el debate hoy, sobre todo el especializado, pero también en la opinión pública, sea recurrente la referencia a las limitaciones, los dilemas, los problemas, la eficacia, la legitimidad y un largo etcétera del orden político en general y del democrático en particular.

No cabe duda que el menos malo de los sistemas de gobierno que conocemos es el democrático, pues concilia estos principios mejor que cualquier otro. No obstante, las estructuras prevalecientes en los órdenes mundial y nacional, se cimbran en torno a la conciliación de dos valores que desde el siglo XVII fueron con frecuencia situados como opuestos por la filosofía política: igualdad y libertad.

La precedencia de la segunda, que marcó el liberalismo precursor, se confunde frecuentemente con el relegamiento de la igualdad a un plano meramente jurídico en el que todos los seres humanos son iguales ante la ley sin importar la desigualdad de su condición material. Ese concepto de igualdad anidó desde temprano en el constitucionalismo democrático moderno. Sin embargo, las relecturas contemporáneas de los pensadores clásicos como Locke e, indudablemente, Rousseau permiten entrever que para ambos la ecuación de libertad e igualdad era precisamente la que la democracia debía despejar. Y la incógnita principal consistía en cómo el gobierno representativo podía hermanarlas.

El retroceso que el mundo ha experimentado en las herramientas y políticas que en el siglo XX revirtieron la desigualdad en el campo democrático es también un desafío para el orden político. Es una paradoja que sea precisamente cuando más libertades hay en el mundo a la vez se haya profundizado la desigualdad. Quienes piensan que la esfera económica puede mantenerse al margen de la política, de la cultura o de los conflictos sociales están simplemente equivocados. La simple apreciación intelectualmente honrada de la realidad los desmiente. Y otro tanto se puede decir de quienes se aferran a las formas de los sistemas de gobierno democrático considerando que éstas no deben o no pueden evolucionar hacia nuevas modalidades de realización de los principios fundamentales.

No reconocer que los artefactos institucionales con los que nos gobernamos son insuficientes para conciliar libertad con igualdad es simple y llanamente quedarnos congelados en el tiempo, aferrándonos a viejas escrituras polvorientas que tenían como referente realidades muy diferentes a la que presenta hoy el entorno mundial y local. Por eso es necesario mantener activa la cuestión de cómo nos gobernamos. Si miramos la historia en gran formato vemos cómo se suceden soluciones institucionales distintas a la misma pregunta. ¿Por qué no habríamos de preguntárnoslo ahora, si somos libres para hacerlo?

Director de Flacso en México

@pacovaldesu

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