Los sustantivos del título forman una dupla que encierra a muchos países en los círculos viciosos del subdesarrollo o en la trampa de ser “emergentes” por tiempo indefinido. Así pasa en Iberoamérica, con pocas aunque honrosas excepciones. El patrimonialismo, término no aceptado por el diccionario pero sí por la historia y las ciencias sociales, se define como la tendencia de los gobernantes a considerar como propios los bienes que son públicos. A mi modo de ver, esta tendencia no es exclusiva de los gobernantes, por lo que debe abarcar a los poderes económicos y sociales. Empresarios, miembros de corporaciones, dirigentes políticos o sindicales de todo tipo pueden ser portadores de esa forma primitiva de dominar a los demás. Como lo han demostrado la antropología y la arqueología, en las sociedades primitivas y antiguas, la confianza se deposita en los más cercanos: parientes y amigos. Para ejercer el poder en ellas, la estrategia más sensata para conservarlo es compartirlo con los seres con los que se comparte el destino de la sangre o la amistad. Más allá empieza la desconfianza y la amenaza del uso de la fuerza. En las sociedades modernas esta forma de asegurar los bienes y objetivos comunes de la sociedad cede a favor de instituciones impersonales como la administración pública, el Estado de derecho y la rendición de cuentas. Estas instituciones son indispensables desde que el Estado moderno se edifica sobre la distinción entre lo público y lo privado que en etapas históricas anteriores era tenue o inexistente (Francis Fukyama, The origins of political order).

La dimensión central de la corrupción aparece ahí donde el parentesco y el amiguismo no han cedido a la impersonalidad de las instituciones modernas. La extendida idea de que los bienes públicos pueden ser patrimonio privado se contrapone al principio de que estos deben ser administrados transparentemente por autoridades legítimas que deben, a su vez, rendir cuentas escrupulosamente a la sociedad mediante los órganos requeridos para ello. La diferencia de fondo entre sociedades avanzadas, subdesarrolladas y “emergentes” es que las primeras consiguieron instaurar las instituciones que garantizan la impersonalidad del intercambio y la administración de los bienes públicos, mientras que las dos segundas no han hechos esa transición. Además, nada asegura que cuenten con la voluntad de hacerlo. Si los poderes políticos, económicos y sociales predominantes en la sociedad siguen practicando y postulando implícita o explícitamente que pueden adueñarse de lo público para fines privados y, peor aún, que conducirse de esa forma es legítimo, lo más probable es que siga en esa condición.

La CNTE ejemplifica la proclamación del patrimonialismo como “derecho” gremial. La compra-venta y herencia de plazas magisteriales y la organización corporativa de su defensa es un caso extremo de patrimonialismo. Pero esta organización no es la única que la práctica. En otros gremios se sigue la misma costumbre. Asimismo, cuando el poder económico presionar y fuerza al poder público a ceder ilegalmente parcelas de los intereses colectivos para la apropiación privada (piénsese nada más en las exenciones fiscales y en la depredación ambiental), o cuando los titulares del poder político y la administración pública expolian el erario para amasar fortunas personales estamos ante casos de patrimonialismo.

Las sociedades que no han dado o completado el tránsito hacia la consolidación de instituciones impersonales y modernas, y que no han construido culturas de confianza colectiva más allá de los vínculos personales, no cumplen con esa condición indispensable para colocarse en la punta del desarrollo. En ese caso estamos casi todos los países iberoamericanos en los que las antiguas tradiciones del patrimonialismo no han desaparecido y en algunos casos llegan al extremo de territorios institucionalmente arrasados.

Director de Flacso en México.
@pacovaldesu

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