La última vuelta de tuerca vino desde Estados Unidos: nos van a dar una rebaja del 15 por ciento en las aportaciones a la Iniciativa Mérida por faltas a la, iba a decir a la moral, pero es a los derechos humanos. El monto representa unos 20 millones de dólares que, para un país como México, ni nos van ni nos vienen. Pero el simbolismo grave, el que debe preocuparnos es que el gobierno de Washington se suma a una creciente lista de organizaciones y comisiones que consideran que la defensa y protección de los derechos humanos en México se encuentran en un estado lamentable.

En realidad ya no falta prácticamente una sola organización internacional que no haya hecho un juicio negativo sobre la situación que guardan los derechos humanos en nuestro país. Desde la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas hasta organizaciones civiles como Human Rights Watch, todas coinciden en que las violaciones a los derechos humanos en México han ido inexorablemente a la alza.

Nos podría importar un bledo lo que diga el mundo sobre nosotros. De hecho, supeditar el buen o mal comportamiento de México a una dádiva como la que nos ofrece Estados Unidos con su Iniciativa Mérida, siempre me pareció una forma voluntariamente aceptada de sumisión innecesaria y, por cierto, indignante. Si de eso se trata, mejor que el Congreso mexicano les ofrezca los mismos 20 millones de dólares a Estados Unidos para que se animen a cerrar el centro de detenciones en Guantánamo, donde mantienen recluidas a personas que no podrían ser enjuiciadas en una corte de ese país bajo debido proceso.

Pero el problema de Estados Unidos es de ellos y aunque estuvieran peor que nosotros en esta materia, eso no arregla los problemas propios de México. Aquí no caben las comparaciones. Desde la administración de Felipe Calderón, hemos ido acumulando una gran colección de siniestros macabros, que deberían conmocionar la conciencia de los mexicanos. Ya son decenas de miles de muertos anónimos que metemos en automático debajo de la alfombra, pensando en que solamente se trata de sicarios y maleantes que se la merecen. Lo que debe prender las alarmas en nuestro país es que prácticamente ningún caso se resuelve con la claridad necesaria. Si no logra montarse un proceso creíble en los casos más sonados como los de Tlatlaya, de Iguala o la Colonia Narvarte, perdamos toda esperanza en que se encontrará a los responsables de un crimen cotidiano que pueda afectarnos directamente.

A como están las cosas, las críticas sobre derechos humanos son casi lo de menos. Lo más grave es que estemos rodeados de matones a sueldo que por una cantidad ínfima de dinero estén dispuestos a arrebatarle la vida a cualquiera, convencidos de que las posibilidades de acabar en la cárcel son virtualmente nulas. La impunidad somos todos, desde el funcionario que acumula riquezas inexplicables hasta el matón que se gana la vida matando.

¿Cómo revertir esta situación? Habría que poner más atención a las recomendaciones de los organismos internacionales. Ya es hora de escuchar las voces más experimentadas sin ánimo defensivo, sin ese impulso nacionalista de que vienen a leernos la cartilla. Hagámonos cargo de que las garantías individuales y la seguridad de los mexicanos no atraviesan por su mejor momento. Necesitamos soluciones urgentes, no para complacer a los organismos internacionales o a Estados Unidos, sino para respirar en paz en el país donde vivimos.

Internacionalista

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