Hace unos meses tuve la desdicha de cruzar la calle y ser golpeado por el retrovisor de un carro. El golpe no fue fuerte pero me sacó de balance. Lo interesante fue la reacción de la conductora ante mi queja. La señora se tomó la molestia de detener el carro y bajar el vidrio pero en lugar de una disculpa recibí una mentada de madre. El fenómeno es generalizado y común. Cada vez que alguna conciencia altruista se atreve a hacer notar al otro de que está incurriendo en una falta, recibe una agresión. Nos hemos vuelto una sociedad hipercrítica de todo menos de nosotros mismos.

Las interacciones en la calle funcionan como una especie de microcosmos donde podemos experimentar en miniatura los fenómenos sociales. Cuando un peatón defiende su derecho a cruzar la calle, cuando un ciclista se defiende de un microbusero, la respuesta siempre es la agresión. El éxito de un conductor en el DF se mide por su capacidad para infringir las reglas. Como la infracción es lo natural, la legalidad resulta una anomalía. Cuando un claxon suena en la ciudad es síntoma de que alguien está siguiendo las reglas y está siendo castigado por ello. En un mundo de locos, el cuerdo es al que mandan al manicomio.

El Piojo Herrera es víctima de este síndrome del automovilista. Dentro de su vehículo el entrenador de la selección vive un mundo aterciopelado que ha sido diseñado para aislarlo del exterior. Por eso cuando alguien irrumpe en la burbuja, el técnico responde con violencia. Como la señora que me atropelló, el entrenador se toma la molestia de detener el vehículo, bajar el vidrio, y mentar la madre a quién haya osado interrumpir el movimiento de su microcosmos. La crítica no da pie a un cuestionamiento interno sino que activa un mecanismo instintivo de negación y agresión: la defensa del espacio.

El sociólogo francés Mark Augé propuso el concepto de el no-lugar para referirse a los espacios donde los seres humanos interactuamos desde la anonimidad. En ese sentido los no-lugares son lo contrario al espacio público: lugares como los ejes viales que carecen de banqueta o algunos sistemas de transporte colectivo donde las personas transitan sin realmente interactuar. La sociedad mexicana está construida de estos espacios negativos físicos y discursivos. Lo físico resulta más obvio: cada vez que se descubre un lote vacío, la ciudad se apresura para convertirlo en un complejo inmobiliario. En lugar de construir parques, plazas y espacios para la interacción social, se construyen espacios de insulación.

En el espacio público que no es físico sucede lo mismo: Los espacios de interacción no existen.

En Estados Unidos y en Europa comentaristas y presentadores de ideologías y empresas rivales se sientan a debatir al aire. No están de acuerdo pero reconocen el derecho mutuo a la opinión y celebran sus diferencias con un debate. En México la ausencia de espacios públicos se reproduce en el mundo de las ideas. No hay parques (físicos y discursivos) para que los diferentes confluyan y por ello la polarización se fortalece. Hemos construido una sociedad de no-lugares. Nuestras ciudades se construyen de vehículos no de peatones y esa misma planeación urbana se traslada al mundo de las ideas. Rehuimos a la discusión con quien diferimos y confundimos a la crítica con la ofensa. El resultado es que acabamos apreciando más la mentira bondadosa que la verdad crítica. Acostumbrados a un espacio narrativo construido para adular, la crítica de pronto rompe el efecto de ese trance masturbatorio.

El Piojo y el automovilista comparten una cosa: son víctimas inconscientes de un espacio que ha sido construido bajo el paradigma urbano del no-lugar. Su reacción ante la crítica no es racional, es de autosupervivencia. La ironía es que al defender su espacio con violencia dan la razón inconsciente a sus críticos. Martinoli cree que Miguel Herrera gasta demasiado tiempo en asuntos que no tienen nada que ver con el mundo del futbol. El ocupar el tiempo de auto-análisis deportivo para agredir a un periodista confirma lo que Martinoli argumenta.

Quizás si existieran más parques y menos coches, más espacios de discusión y menos miedo al debate con los diferentes, el entrenador de la selección hubiera adoptado aquella famosa frase: "Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo." Con ello hubiera cambiado la página elegantemente para dedicarse a lo que hace mejor: entrenar.

Director de Los hijos de la Malinche

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