La semana pasada la opinión pública mostró su indignación ante la justicia mexicana cuando un juez de Distrito otorgó un amparo a uno de los jóvenes involucrados en el abuso sexual de una menor en Veracruz. Los argumentos del juez en la sentencia fueron algo más que lamentables, fueron inaceptables. Si bien acepta que la joven fue subida a un auto por la fuerza —en el que estaban 4 hombres— y que había sido tocada sexualmente (mientras uno le agarraba los senos, otro le insertaba los dedos en la vagina), estima que no se logró comprobar la lascivia en la conducta del inculpado. En otras palabras, los hechos no estaban en duda, pero la intención sexual de los mismos no había sido probada. Más tarde, al bajar del auto, la menor fue obligada a tener relaciones sexuales por el conductor del auto.

Es difícil imaginar un escenario en que la intención sexual del tocamiento sea más evidente que en la escena descrita pero, para el juez, ni haber sido forzada a subir a un auto, ni que le tocaran los órganos sexuales en un contexto de burla y diversión prueba plenamente la intención lasciva. ¿Cómo puede entonces probarse? Pareciera qué solo con confesión expresa puede un juez considerar plenamente probada la finalidad de una conducta de esta naturaleza.

Pues bien, el caso de los Porkys es sólo una muestra del razonamiento que varios juzgadores usan en México en la resolución de casos que involucran abuso sexual. El 22 de marzo, otro juez en Veracruz otorgó un amparo a un joven acusado de violación. El caso también tuvo eco en redes sociales pues implicó la grabación de los hechos y su publicación en internet. En este caso, la víctima alegó que se encontraba en estado de ebriedad y por tanto incapaz de resistir el hecho. Uno de los dictámenes, realizado a partir del video, señalaba que “la actividad motora desplegada por la persona de sexo femenino (…) es de tipo pasiva (…) aunado a que se apreció que dicha persona presentó debilidad muscular, dado que el hoy inculpado la sostuvo del cuello y torax (…)”. Sin embargo, a pesar de los dictámenes y testimonios, el juez consideró que no se demostró fehacientemente que no era capaz de consentir. El dictamen, a su juicio, era insuficiente pues el perito no realizó un examen directo sobre la joven. Es decir, sólo si la joven hubiera ido de inmediato a la fiscalía —y la hubieran atendido de inmediato— se hubiera probado satisfactoriamente.

Las exigencias probatorias de estos casos muestran lo poco accesible que es la justicia penal para las mujeres y las fuertes resistencias que hay para brindarnos la protección del Estado. También muestran la ambivalencia que existe entre el rechazo a la violencia en contra de las mujeres a nivel discursivo y con lo que realmente se está comprometido. Se dice que se está en contra de la violencia sexual, pero se hace casi imposible probarla. Se dice “no” a la violencia de género, pero se defiende el derecho al piropo callejero y se insulta a quien denuncia. No sorprenden en este contexto las cifras de mujeres que reportan abuso sexual (sólo hay que revisar en redes #miprimeracoso) o las cifras de mujeres asesinadas. Según Mexicanos Contra la Corrupción (2017) de enero de 2012 a junio de 2016 murieron de forma violenta casi 10 mil mujeres.

Pero a pesar de lo penoso que resultan estos casos, alguna razón de esperanza dan pues muestran la conformación de una ciudadanía vigilante del uso del poder, con capacidad de respuesta ante la injusticia. Cada vez más, vemos a una ciudadanía atenta a los fallos judiciales, a la emisión de leyes y al gasto de recursos públicos. Los jueces y legisladores deben advertir que hoy sus decisiones y argumentos son públicos y sujetos al escrutinio público. En este ejercicio quizás logremos un uso del poder más decente, que abone a la protección de todos y todas.

División de Estudios Jurídicos. CIDE.

@cataperezcorrea

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