Martin Niemöller, un pastor alemán encarcelado por la Alemania fascista, escribió al reflexionar sobre el legado represor y genocida del nazismo que “Primero vinieron a buscar a los comunistas y no dije nada porque yo no era comunista. Luego vinieron por los judíos y no dije nada porque yo no era judío. Luego vinieron por los sindicalistas y no dije nada porque yo no era sindicalista. Luego vinieron por los católicos y no dije nada porque yo era protestante. Luego vinieron por mí, pero para entonces ya no quedaba nadie para decir algo”. Hoy, la mayoría de los gobiernos, partidos políticos y voces de la sociedad civil en Latinoamérica deberían sopesar con cuidado esa admonición.

En Venezuela se ha venido gestando uno de los mayores retos a la democracia en el continente sin que —con contadas y loables excepciones— se esté alzando la voz de alarma sobre lo que ocurre en materia de derechos fundamentales y vitalidad democrática en esa nación. En meses recientes, esta crisis se profundizó como resultado de la sentencia dictada al líder opositor Leopoldo López. La condena fue emitida después de un proceso judicial de 19 meses, a puerta cerrada y marcado por graves irregularidades en el que no se respetaron el debido proceso ni las garantías judiciales. No se publicaron los fundamentos de las imputaciones; no se permitió al acusado ejercer su derecho a una defensa adecuada ni se admitieron las pruebas de descargo que éste ofreció. Más allá de si coincidimos o no con sus posiciones ideológicas, hay que decirlo sin ambages: López es un preso político venezolano, sometido a un juicio amañado. Su crimen fue tratar de ejercer su derecho a manifestarse en las calles. No sorprende que el Grupo de Trabajo sobre Detención Arbitraria del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas instara al gobierno venezolano a liberar “de inmediato” a López y otorgarle una reparación integral, incluida la compensación de carácter indemnizatorio y moral. Ello se suma a las denuncias hechas por Human Rights Watch y Amnistía Internacional de que el veredicto representa un “deterioro en extremo del sistema de justicia”, “una travestía de la justicia” y una “total falta de independencia del Poder Judicial”.

Lo que ocurre en Venezuela, en particular ante las elecciones parlamentarias de este domingo, no es como sugieren algunos una batalla ideológica entre izquierdas y derechas; tampoco lo es entre pasado y futuro. Es, al final del día, un reto seminal a los principios democráticos en la región, consagrados en la carta de la ONU, por la OEA y otros foros regionales y subregionales a los que pertenece Venezuela. Lo que hoy está en juego son principios que tanto ha costado cimentar en nuestra región, así como las libertades civiles y los sistemas de peso y contrapeso al poder y a quienes lo detentan, ya sea a través de una división efectiva de poderes o la capacidad de la prensa y la sociedad civil de garantizar la rendición de cuentas. Venezuela encarna, como pocas naciones en América, las premisas de una democracia no liberal. Dado el amaño creciente en sus procesos electorales, va encaminada a convertirse en todo menos una democracia.

¿Por qué se da, entonces, el silencio atronador en la región con respecto a la intimidación, violencia política y atropello de derechos políticos y humanos en Venezuela? En parte, porque muchos gobiernos —y sus foros subregionales— no están dispuestos a abrir flancos ante algunas izquierdas en sus respectivas naciones. Pero la razón de peso es la socorrida, sacrosanta y trasnochada postura de no pronunciarse sobre los asuntos internos de otros Estados —un fardo ideológico a lo largo y ancho del continente americano— a contracorriente de quienes postulamos que en la construcción de un sistema internacional de reglas de siglo XXI, los llamados a la no intervención y respeto de la soberanía nacional no deberían erigirse como parapetos ante casos flagrantes de violaciones a derechos humanos fundamentales. ¿Qué habría pasado a los actuales líderes políticos de la región si desde algunas naciones latinoamericanas no se hubiese levantado en su momento la voz ante las dictaduras militares que asolaron al continente en los años setenta y ochenta? La erosión democrática venezolana pone a prueba el papel global y regional que pretenden jugar algunos países latinoamericanos en el concierto internacional e interamericano. Este siglo exige nuevos paradigmas, entre ellos que los Estados con intereses comunes estén dispuestos voluntariamente a ceder o compartir espacios de soberanía en favor del bien común o de los bienes comunes globales y de sociedades abiertas, plurales y tolerantes. ¿De qué lado de la historia y a favor de qué principios se decantarán América Latina y el Caribe en el siglo XXI?

Consultor internacional

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