Ayer los países de la Unión Europea llegaron a un acuerdo con Turquía respecto al destino de cientos de miles de refugiados que han salido de Siria y desean llegar a Europa. Los europeos recibirán a los que califican para el asilo político y regresarán a los demás a Turquía, un país que recibirá a cambio una ayuda multimillonaria y una renovación del diálogo para su integración a la Unión Europea. El acuerdo busca un equilibrio difícil entre recibir a los refugiados que merecen asilo por su temor fundado de persecución en su país de origen, y el deseo de los gobiernos europeos de no dejar sus fronteras completamente abiertas a los enormes flujos migratorios que se han dado en el último año y medio.

Marsella, desde donde escribo estas líneas, ha sido el puerto de entrada para miles de inmigrantes de África del Norte y el Medio Oriente, quienes buscan empezar sus vidas de nuevo en Francia. En esta ciudad, donde más de la tercera parte de la población es musulmana, conviven culturas y creencias distintas que se han vuelto una fuente de dinamismo pero también de conflicto. También viven en campamentos grandes muchos inmigrantes que aún no tienen estatus legal para quedarse en el país.

En Francia —como en gran parte de Europa— hay un debate fuerte frente a la migración, que ha llevado a la creación de grupos anti-inmigrantes que se anclan en sectores minoritarios importantes, quienes se oponen a los cambios culturales que vienen con la llegada de extranjeros con formas de vivir distintas, y ha tenido éxito en elecciones locales un partido que canaliza estas actitudes xenófobas. Pero también en la población en general, que reconoce las contribuciones de los inmigrantes, hay cierto nerviosismo hacia la migración por el estancamiento económico que se ha dado en Francia, como en gran parte de Europa, y surgen legítimas dudas sobre la capacidad de absorción de la economía frente a nuevas poblaciones que llegan.

Estos debates tienen eco, por supuesto, al otro lado del Atlántico, en otra crisis de refugiados: los jóvenes centroamericanos que han salido en números crecientes desde Honduras, Guatemala y El Salvador hacia México y Estados Unidos. En ambos países hay cierta preocupación sobre si la economía, que no progresa lo suficiente, puede aguantar la llegada de personas adicionales que buscan competir en el mercado de trabajo. La tentación es ignorar su paso por el país, en el caso mexicano, o regresarlos a todos, en el caso estadounidense.

También en este tema no hay soluciones fáciles. No se puede tener fronteras completamente abiertas en tiempos de crecimiento económico lento, pero hay una obligación moral y legal de recibir a quienes salen de su país con un temor fundado de persecución y merecen el estatus de refugiados. En el caso de los centroamericanos, no todos reúnen estos criterios, pero un número grande sí lo hace, y faltan mecanismos para poder tramitar sus aplicaciones de asilo antes de partir en un viaje peligroso por México hacia EU.

Valdría la pena tomar nota de lo que está pasando en Europa. No es seguro que se implemente bien, pero el acuerdo que ayer se logró permite que los inmigrantes tramiten sus aplicaciones de asilo desde Turquía y Grecia, antes de que emprendan el viaje por toda Europa para luego ser deportados. Permitirá la entrada de cientos de miles de refugiados a Europa, pero también intentará imponer cierto control sobre el proceso para que la migración no se vuelva caótica y dé argumentos a los xenófobos, que son un peligro en varios países, incluyendo Francia. Parece ser un justo medio entre el deseo de disuadir la migración masiva y el reconocimiento de que hay muchos inmigrantes con casos legítimos de asilo, que se necesitan resolver con justicia.

De esos balances podemos aprender algo para el caso que nos toca en nuestro hemisferio.

Vicepresidente ejecutivo del Centro Woodrow Wilson

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