Me imagino que cuando hace poco más de 10 años el gobernador Peña Nieto —entonces encargado del Poder Ejecutivo del estado de México— recibió los reportes que indicaban que 26 mujeres habían sido torturadas sexualmente por policías bajo su mando, no se le ocurrió que la noticia, eventualmente, iba a convertirse en una primera plana descomunal del New York Times.

No estoy exagerando el tamaño del despliegue a casi ocho columnas en la portada del periódico de ayer: durante los casi 20 años que llevo viviendo entre Estados Unidos y México, nunca había visto un golpe del tamaño de éste a un presidente mexicano, mucho menos en el periódico más poderoso del país más poderoso del mundo.

El gobernador Peña Nieto no dio la orden de vejar sexualmente a las mujeres de Atenco —¿quién la daría?—, pero las investigaciones de las Comisiones de Derechos Humanos nacionales e internacionales no dejan espacio para dudar sobre el hecho de que su administración no persiguió con el denuedo necesario —justo lo contrario— a los policías que ejecutaron ese acto de barbarie ni a la cadena de mando que optó por protegerlos.

Recuerdo la historia tal como la leí en el periódico aun a pesar de que sucedió hace 10 años por su contenido de horror: una mujer mayor obligada a felar a varios policías enfrente de las demás detenidas, violaciones tumultuarias, golpes en partes sensibles, todo dentro de un autobús durante un viaje infinito a un centro de detención. Ahora me entero que eso no fue todo: varias de las 26 mujeres, en lugar de haber sido tratadas como víctimas, fueron tratadas como delincuentes, algunas pasaron más de un año en la cárcel.

Según la investigación del New York Times, el gobernador Peña Nieto declaró, en su momento, que fabricar acusaciones es un uso común entre las organizaciones radicales. Sus asesores deben haber pensado que esa declaración era una gran salida para un pequeño problema porque no se les pudo haber ocurrido que una nota como la que publicaría 10 años después el Times haría imposible, por ejemplo, una reunión entre el presidente de México y Hillary Clinton, la probable futura presidenta de Estados Unidos. A partir de ayer, la candidata demócrata simplemente no puede permitirse una foto al lado de un presidente identificado internacionalmente por un caso de violencia contra mujeres por razones políticas.

El caso de las 11 de Atenco —de las 26 mujeres sujetas a humillaciones sexuales por policías, 11 optaron por batallar una retribución en las cortes nacionales e internacionales— complica considerablemente la habilidad del presidente Peña Nieto, daña irremediablemente a la Presidencia de la República en la arena internacional. Si el caso Ayotzinapa y la visita de Trump ya le auguraban dos años de ostracismo al régimen, lo que sigue es un viacrucis: ya ni Trump se va a querer sacar fotos con él. Y no tiene solución. Dado que el caso está ya en una corte internacional, pedir disculpas sería irrelevante; por no hablar de que no se puede correr a un secretario responsable a manera de gesto expiatorio: el caso sucedió hace tanto, que es sólo responsabilidad del Presidente.

Ayer viernes salí temprano a llevar a mi hija a la escuela. Como todos los días, recogimos el Times del quicio de la puerta y lo abrimos en cuanto nos sentamos en el vagón del Metro. Me encontré de frente con el poderosísimo retrato que Daniel Berehualk hizo de Patricia Torres Linares, una de las 11 de Atenco. Los otros 10, en las páginas interiores, los vi más tarde, cuando ya había dejado a la niña. No le hubiera podido explicar qué eran sin quebrarme y sin quebrar lo mucho que le queda de inocencia, sin hacerla sentir que el país que nos identifica y al que extrañamos tanto es también el infierno por la maldad y la incompetencia de unos cuantos. Él también tiene hijas, esposa, tendrá una familia que, como todas, estará llena de mujeres. Más allá del imperdonable brete internacional en el que ha metido a la República, ¿qué cara les va a dar después de que ellas vean los retratos de las 11?

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