¿Es posible declarar una bancarrota de tramitología electrónica? Un escritor muy famoso me dijo, en una conver-sación privada —omito su nombre—, que él lo hizo hace no mucho tiempo. Llegó un día en que se le juntaron tantos correos y formatos que demandaban respuesta inmediata, que ya no pudo resolver ni uno. Cerró su cuenta de emilio, es más feliz desde entonces. Un escritor suficientemente fa moso puede hacer eso: tiene una agencia completa que respalda sus gestiones. Los que la vamos llevando en la vida como podemos, la tenemos un poco más complicada.

Aquí un poco de contexto. La ciudad de Nueva York, en la que vivo, es idiosincrática de muchas maneras, pero sobre todo en su forma de administrar el tiempo. Durante la canícula —que es larga y salvaje— todo el mundo se larga, y le deja el terreno a los turistas. Sin embargo la ciudad es también la capital financiera y cultural del mundo (o al menos lo puede argumentar), de modo que cuando todos regresamos al molino el primer lunes de septiembre, pasamos el arco que va de Labor Day a la cena de Año Nuevo en un respiro porque hay que reponer las horas perdidas del verano. La caída del año no es tan vertiginosa en ninguna otra parte: uno está comprando, el último domingo de agosto, los zapatitos y las loncheras de los niños para el inicio de cursos y hay que bajar la caja de los abrigos porque ya es noviembre y puede nevar: mañana es Navidad.

Si el otoño es un suspiro, las primeras semanas de septiembre son de una densidad letal. En esta primera que termina tuve tanto que hacer que no me quedó tiempo más que de resolver lo inmediato: unos 50 correos electrónicos que se podían responder con un monosílabo y unos 10 formularios en los que sólo había que apretar unos botones. Lo demás, está pendiente y urge.

No voy a hacer un censo exhaustivo, pero puedo citar algunos casos que explican por qué estoy a punto de declarar una moratoria electrónica. Le tengo que responder, por ejemplo, a un administrativo regiomontano que me explica que sólo me podría pagar si fuera ciudadano estadounidense —tengo que reconocer que los argumentos del contador para trabar un cheque, rayan, por imaginativos, el territorio del arte. El problema se puede resolver con una carta larga y explicativa y un tambache de documentos escaneados, pero también llegaron, en estos días, los fieros requerimientos probatorios del —por lo demás divino— Sistema Nacional de Creadores: nomás para abrir boca, hay que llenar formas que sólo bajan en Firefox y a veces sólo en una PC —una situación para tirarse al pánico.

Hay cinco o seis instituciones que quieren saber qué día puedo volar y a qué hora; están los cuatro o cinco emilios vitales sobre la nueva escuela de la niña y la página en la que hay que subir, escaneada, su cartilla de vacunación, examen médico, hoja de alergias y reporte de males crónicos. Está la página para la que ya olvide el password en la que podría lograr, si tengo suerte, que la universidad en que me doctoré le mande un documento a la universidad en que doy clases; está el correo de un estudiante que no entiende si Paris y Alexandros son la misma persona, unos gemelos guapísimos, o dos troyanos distintos con destinos idénticos —me gusta lo que tiene de borgeana la última teoría. Está el editor argentino que no ceja, el subagente sueco que perdió el contrato —cuadruplicado— y la traductora con unas preguntas tan difíciles que mejor marqué el correo como no abierto.

Mientras hacía este censo llegaron, además, más opciones de vuelo y una invitación a una fiesta infantil que se encima con el picnic de la nueva escuela, una comida con escritores alemanes, y la llegada del nuevo librero. También la consulta de un amigo entrañable que, para ser respondida con justicia, amerita hacer notas y tomar café.

Cualquiera de estos asuntos sería, solitario, un poco desalentador: hay que matar una mañana batallando el escáner, bajando la aplicación, conviviendo con los alemanes o buscando el cuaderno en el que podría estar el password. Y es cierto que casi todo lo que se me demanda es resultado de alguna vieja buena noticia, pero también que todo junto forma un masacote sin entrada ni salida: me da terror sólo pensar en mi computadora.

La cantidad de información que trasegamos gracias a la instaneidad de la red está, sospecho, por consumirse a sí misma y volverse irrelevante por numerosa: una cantidad infinita de opciones de vuelo se vuelve igual a ningún vuelo y un formato web miente su urgencia si siempre viene cobijado por otros 25. Si un contador pide algo imposible, debe ser un contador imaginario: mejor no retar al destino yendo a Monterrey.

Mi mujer y yo hemos pensado en opciones radicales, distintas a la bancarrota de correos y formatos electrónicos que no podemos declarar: rentar un departamento alternativo, en el que no haya Internet y del que nadie, ni los hijos, sepa nada. Irnos a esconder ahí de vez en cuando. O vivir en hoteles, en un booktour eterno —se podría—, respondiendo sólo los correos que tuvieran que ver con los siguientes viajes, educar a los niños en los aviones y comiendo el melón pálido de todos los desayunos continentales. Por lo pronto, voy a mandar este artículo pasando por mi cuenta de correo como el cisne sobre el pantano: sin ver pabajo. Luego voy a regresara a mi lápiz y mi edición en papel de La Iliada: doy la segunda mitad el martes. Me saludan a los administrativos.

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