Cuando era niño, se podía ver de vez en cuando, en el supermercado del barrio, a Dámaso Pérez Prado empujando su carrito por el pasillo de los cereales. Sigo sin poderlo creer aun si el recuerdo de su figura está perfectamente vigente en mi cabeza.

Los niños Enrigue, por supuesto, no entendíamos por qué en su presencia le generaba taquicardias a nuestra madre. Conocíamos sus mambos frenéticos porque mi padre atesoraba sus discos, pero no había modo de que relacionáramos esa música de dioses con el caballero minúsculo vestido como después lo haría Prince: zapatos de tacón rojos, saco verde pistache, camisas color obispo. En cualquier caso, su música y la de sus contemporáneos fue con la que crecimos en parte porque mis padres son de los 30 —don Jorge acaba de cumplir 79— y en parte porque la cerrazón del Estado nacionalista revolucionario no permitía que los productos culturales extranjeros fluyeran por México con la naturalidad con que empezaron a hacerlo a partir del gobierno de Carlos Salinas.

Escuchábamos a Serrat y a Pablo Milanés —Silvio Rodríguez despertaba sospechas de modernista—, a Agustín Lara y a José Alfredo Jiménez, a Lola Beltrán, a Los Panchos, al intragable Julio Iglesias y al involuntariamente jocoso Raphael. A mis tías les encantaba Roberto Carlos, de quien descubrí mucho más tarde que no componía en español; sólo sumaba palabras con cierta precisión gramatical: “El gato que está, triste y azul, en la ventana”. ¿Cómo?

Los domingos en la mañana, mi padre nos sometía a los clásicos, me imagino que preocupado por la influencia de unas tías que escuchaban discos en portuñol. Por las tardes íbamos a comprar un disco de Deutsche Gramophon —sólo uno cada semana, eran carísimos— a Margolín. Era el único lugar del mundo en el que nos portábamos bien, no sé por qué.

Además de los acetatos con música, había discos de cuentos. Teníamos una ceremonia que se repetía todos los días durante el verano infinito, que consistía en escuchar por la mañana todos nuestros cuentos, con los ojos cerrados y tirados en la alfombra de la sala —ambos padres trabajaban, así que nos quedábamos en casa los cuatro niños sin mecate. Nos los sabíamos de memoria, al extremo de que cuando iban otros niños a casa y les representábamos uno de esos cuentos, lo actuábamos con todo y los saltos de la aguja.

Había todo un universo de audio infantil: además de Blancanieves o Pedro y el lobo, había discos de chistes y de las obras de teatro y espectáculos que uno veía —afuera del Auditorio, en lugar de vender la camiseta del concierto, vendían el LP. Teníamos el de Chabelo y el del Chavo del Ocho, uno inexplicable con el himno de las Chivas, otro de El Diluvio que viene, que estaba entre los favoritos con el de Viva la Gente —que quién sabe qué sería y por suerte ya no existe. Algunos verdaderos prodigios nos llegaban de Sudamérica: El de Gabi, Fofó y Miliqui, unos payasos argentinos que salían en Siempre en Domingo cuando pasaban por México de gira, y todos los de Les Luthiers, con los que nos desternillábamos de risa a pesar de que ya teníamos todos los chistes memorizados y ahora veo que no podríamos haberlos entendido.

El rock entró a casa hasta bastante tarde, y con la oposición de mis padres, que no entendían qué le podía doler tanto a Janis Joplin para que gritara así. Entró gracias a que el hermano menor de mi padre —apenas mayor que mi hermano de arriba— vivió un tiempo con nosotros y trajo de Guadalajara —más agringada por entonces— discos de los Rolling Stones, Traffic, Led Zeppelin o Atlanta Rythm Section.

Como todos los que llegan tarde a la fiesta, nos volvimos locos. Juntamos con los años y las sucesivas adolescencias metros y metros de discos en una colección de acetatos de rock que debió ser una de las más grandes de la ciudad. Con el tiempo empezamos a comprar CD, dejamos la casa de Coyoacán. Un día mi madre donó los vinilos a la escuela de ciegos del barrio, conmovida por el descubrimiento de que, desde la aparición de la música digital, la música había dejado de ser palpable y, por tanto, se había vuelto inaccesible para los invidentes. La donación me dolió siempre, sobre todo desde que hace unos años volví a los discos de vinil: la mayoría de los discos que compro, son discos que estoy comprando por segunda vez.

Hace poco pasé caminando junto a esa escuela, en la calle de Viena. Le estaba mostrando a mis hijos más chicos el barrio en que crecí. Me gustó que el mero corazón de mi infancia y juventud estuviera preservado ahí adentro, aún así, me sentí tentado a meterme y emprender una operación de regateo para recuperar mi primera edición de Ziggy Stardust —aunque fuera sólo ese.

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