Desde la perspectiva de la real-politik, el poder militar es determinante para garantizar la supervivencia del Estado. Así, en el tablero mundial, hay una diferencia sustantiva entre aquellos Estados poseedores de armas nucleares y los que no las tienen. Estos artefactos son estratégicos, tanto por la magnitud de los daños que causan, como por su valor en términos de disuasión y negociación entre países en pugna. Una lógica que parece entender muy bien la dinastía Kim.

Ante las noticias sobre el ensayo nuclear de Corea del Norte quedan muchas dudas en el aire. ¿Ese país ha desarrollado la tecnología de la bomba de hidrógeno?, ¿cuenta con los sistemas de lanzamiento y la tecnología de precisión para este tipo de armas?, ¿amenaza la existencia de Corea del Sur y de Japón?, ¿puede un misil de esta nación llegar a Alaska o incluso hasta la costa oeste de Estados Unidos?

Nadie puede responder con certeza estas interrogantes. No se sabe realmente hasta dónde llegan el desarrollo científico-tecnológico y la fuerza militar de este país. Algunos reportes de inteligencia señalan que se podría estar sobre-estimando el poder norcoreano. Pero en el juego de la política internacional la percepción importa y mucho. El mundo reconoce la amenaza de la proliferación nuclear. La devastación de Hiroshima y Nagasaki está presente en nuestra memoria, por lo que cualquier nación que anuncie que ha obtenido estas armas desata temores. La incertidumbre y el engaño son dos elementos sustantivos de la lucha por el poder.

La atención internacional se centra en Corea del Norte, que envía un mensaje claro: no hay límites cuando se trata de garantizar su supervivencia. Para la dinastía Kim el poder nuclear está vinculado a la permanencia de su régimen, tanto al interior como fuera de sus fronteras. Su estrategia se sustenta en ampliar sus fortalezas militares, acompañadas de un discurso que llama a la unidad nacional y la defensa frente a los enemigos.

Esta es una historia que se ha repetido en los últimos 25 años. Desde los ensayos de misiles de largo alcance en la década de 1990 hasta las pruebas nucleares de 2006, 2009, 2013 y 2016. Pyongyang tiene clara la reacción global: condenas y sanciones a través del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, que después se transforman en invitaciones para pláticas y negociaciones sobre la des-nuclearización. Compromisos que incumple recurrentemente, gracias a una combinación precisa de su posición geopolítica, sus supuestas capacidades militares y la convicción de que constituye un referente importante en la competencia entre Estados Unidos y China en el Sudeste de Asia. Todos estos factores explican el “toma y daca” norcoreano.

Al adjudicarse una prueba exitosa de la bomba de hidrógeno, el régimen de Kim Jong-Un apuesta por un triunfo doble. Por un lado, al interior, el objetivo es legitimar y retener el poder indefinidamente, siempre basado en la idea de una amenaza externa. Desde que asumió el poder en 2011, ha mantenido un discurso nacionalista y beligerante frente a Corea del Sur, Japón y Estados Unidos. El más joven de la dinastía trata de presentarse como un líder sólido y comprometido con su proyecto y con la élite que lo acompaña. Sabe que debe enfrentar pugnas internas por el poder. Al igual que sus antecesores Kim Jong-Un debe presentarse como un líder al que hay que temer.

Por otro lado, el objetivo es que el mundo perciba a Corea del Norte como una potencia militar. Todo esto sin importar el costo social y el aislacionismo. En su visión de política exterior una bomba atómica o termonuclear permite negociar en condiciones de fuerza y no de debilidad. No pretende lanzar un ataque con este tipo de armas, sabe que hasta ahora las amenazas han sido suficientes para garantizar la permanencia de su régimen. Se apuesta al miedo y a que, a partir de éste, se obtengan ventajas.

Sin embargo, las proyecciones podrían no ser tan favorables para los norcoreanos. La comunidad internacional ha condenado sus recientes acciones y nuevamente se implementarán sanciones. Las relaciones entre Beijín y Pyongyang no pasan por su mejor momento. Evitar una crisis en la península coreana es una cuestión de seguridad nacional, de allí que tradicionalmente se ha optado por prestar apoyo a Corea del Norte. No obstante, en un escenario en el que el gigante asiático reclama su hegemonía regional, la afrenta de Kim Jong-Un resulta inadmisible. El gobierno de Xi Jinping se enfrentará nuevamente al dilema que implica la presencia militar de Estados Unidos en su zona de influencia. ¿Confluirán los intereses de las dos grandes potencias o prevalecerá la competencia geopolítica?

El régimen norcoreano continuará utilizando el poder nuclear como arma de chantaje y negociación. Por un momento, sus decisiones parecen transportarnos a la Guerra Fría y reviven el fantasma de una posible conflagración mundial. Este es un ejemplo de la complejidad de la agenda de seguridad internacional del siglo XXI, en la que este tipo de amenazas tradicionales confluyen con otras de carácter híbrido como el terrorismo o la delincuencia organizada. El reciente chantaje de Corea del Norte nos recuerda que los principios de la real politik continúan vigentes en el marco de estas transformaciones. Pero más importante aún es que estos intentos, nos invitan a reflexionar sobre la vigencia de las iniciativas internacionales para frenar la proliferación nuclear y retomar los compromisos de desarme por parte de las grandes potencias. Al final de la historia y más allá de la geopolítica del poder, en el debate nuclear debe prevalecer la premisa máxima de la búsqueda de la paz y la protección de las personas.

Académico de la UNAM

chanona_burguete@yahoo.com.mx

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