Los capitales, dice una alegoría económica, son como las golondrinas –si los asustas, o atentas contra ellos, se van, y no regresan. Tienen memoria. Procuran, un jardín de inversión agradable, con un equilibrio entre riesgo y rentabilidad. Por ende, todo tipo de inversión es capital golondrino, ya sea en instrumentos líquidos que van y vienen en el mercado financiero, hasta las bienes raíces, o proyectos de manufactura a gran escala. La diferencia entre ambos es de grado: si deciden emigrar, ambos se van. Es sólo cuestión de tiempo, o proceso.

"Algo está podrido en el Estado de Dinamarca"-- Hamlet (y de México, y de Quintana Roo, y Baja California, y de la Delegación Álvaro Obregón, y del estado de Veracruz, y...)

La confianza no se compra, se adquiere –y se adquiere en base a desempeño, a los hechos, no las palabras. Todos los que han ocupado la silla presidencial en el pasado cuarto de siglo siempre han presumido que buscan consolidar un mejor clima de inversión del mundo. Faltaba más —sobre todo en esta era de competencia feroz por atraer, y sobre todo retener, inversión productiva.

La sabiduría convencional del momento sugiere que el país ha perdido lustre como destino de inversión. Y ello es cierto. Pero la razón real no surge de la violencia, o los narco-bloqueos, o del mal desempeño de la clase política. Ni siquiera de los feos y los tuits del Sr. Trump.

El factor principal que inhibe la inversión y por ende las oportunidades de mayor crecimiento es la extersión regulatoria.

En las atinadas palabras, quizás un tanto economicistas, de Everardo Elizondo:

Las principal causa real del bajo crecimiento de la economía mexicana es una estructura institucional inadecuada, que impone altos costos de transacción a los agentes económicos y les impide realizar en plenitud su potencial productivo.”

Es decir, para trabajar, tenemos que trabajar durísimo. Vivir con la tramitología se ha convertido en un acto de heroísmo. Son incontables los proyectos, en desarrollo inmobiliario o turístico, que llegan con deseo, donde un grupo puede traer capitales, conocimiento, marcas establecidas, oportunidades de desarrollo, amplia generación de empleos, es decir, todo lo que contribuye a crecer, y mejorar el nivel de vida, apegado a la ley y la norma, que tarde o temprano se ven secuetrados por el fenómeno de la extorsión regulatoria.

Esto puede venir por medio de un presidente municipal, o su “asesor” local, los virreyes de la burocracia tropical, o por algún vividor tradicional del Estado, empiecen a "negociar" los costos de entendimiento-- si las mochilas o los moches se dan por fuera, o contra factura de alguna empresa con pérdidas, o donaciones a una causa de algún familiar. Este proceso, nos relataba una víctima, es similar a la negociación de un secuestro de un familiar: un estira y afloja absolutamente fulminante.

Pero esa es la realidad de nuestro jardín de inversión: o te dejas morder, o te mueres. El empresario mexicano debe dedicar una formidable cantidad de tiempo en la formalización de sus operaciones, en estar al día con los cambios recientes en la normatividad fiscal, o en subcontratar servicios básicos que permitan circular en el laberinto regulatorio mexicano, como “seguros” obligatorios, ante las contingencias que se dan cuando un “extorsionador” público toca las puertas.

Este es nuestro drama: el acto de prosperar es una actividad extraordinariamente costosa en este entorno de incertidumbre institucional. Este drama no discrimina, se refleja con la misma intensidad en los diferentes sectores, se da con la misma frustración entre las operaciones más pequeñas, como en las negociaciones más importantes del momento.

Asi visto, el lema relevante del agente económico cotidiano es tramitar o morir. Y ello conlleva un altísimo costo de oportunidad, ya que en forma constante nos vemos obligados a que, para salir adelante, debeos dedicar la mayor parte de nuestra jornada laboral en manejar riesgos derivados de la falta de certidumbre jurídica. Nos quedan sólo breves minutos al día para pensar en cómo mejorar un canal de distribución, en reorientar las ventas, o en una forma más eficiente de comercializar los bienes que queremos colocar en el mercado. Siempre, invariablemente, necesitamos más tiempo—y consecuentemente, más dinero también.

Los tiempos de incertidumbre que vivimos se centran en temas cómo la renegociación del TLC, las elecciones presidenciales, o la volatilidad financiera. En el fondo, en denomindar constante que nos tiende a tirar hacia atrás no tiene personalidad política, ni mucho menos bandera geográfica. El mercado de rentas regulatorias es sumamente rentable—si uno preside una silla política, adquiere el poder de usar el trámite cotidiano para uso personal. Es, paradojicamente, robo legalizado.

Por ende, acabar con la corrupción correpondiente requerirá un marco de leyes sencillas para encarar nuestro mundo complicado. Y, procesos de máxima transparencia en el otorgamiento de los permisos correspondientes. Pero hoy por hoy, este tema de asfixia regulatoria no figura dentro de las plataformas de propuestas de los candidatos.

La pesadilla de la renta regulatoria se resume en una ley de Herodes inexorable para el agente mexicano cotidiano—para poder trabajar en México, primero hay que trabajar, y trabajar durísimo. Mejor, en vez de prometer, los políticos deberían concentrarse en, nada más, ni nada menos, de que nos dejen trabajar.

Google News

Noticias según tus intereses