El INE ha dedicado años a planear los tres debates presidenciales de la elección del 2018. Después del fiasco del 2012, más recordado por la curvilínea edecán que por algún intercambio revelador entre los candidatos, la autoridad electoral insiste en que esta vez las cosas serán diferentes, en formato, tono y fondo, con reglas que facilitarán la confrontación de ideas y moderadores enteramente libres para ejercer de periodistas antes que de croupiers de la palabra. De ser así, los encuentros de este año podrían ser un parteaguas en la historia de las elecciones en México y, más importante todavía, en nuestra cultura política, tan poco acostumbrada al debate cotidiano.

En Estados Unidos, varios debates presidenciales han sido puntos de inflexión de las campañas y, crucialmente, éxitos rotundos de audiencia: casi 300 millones de personas en total vieron los tres encuentros entre Hillary Clinton y Donald Trump. Hace seis años, en México, cuando el eco de las redes sociales no era lo que es ahora, el segundo encuentro entre los cuatro candidatos presidenciales alcanzó más de 22 puntos de rating, el doble de la mayoría de las telenovelas hoy en día. Lo que estará en juego el domingo, entonces, no será poca cosa.

La historia de este tipo de choques en Estados Unidos ofrece lecciones interesantes. La primera es la más evidente: hay que saber estar cómodo en televisión. En 1960, en el primer debate televisado, Richard Nixon apareció en pantalla sudoroso, cansado y nervioso frente a un John F. Kennedy en plenitud. Veinte años después, Jimmy Carter trató de reponerse del error de no haber querido asistir al primer debate contra Ronald Reagan, solo para verse superado por un hombre que era un actor consumado. Aunque parezcan variables frívolas, la tranquilidad, serenidad y buen talante frente a la cámara son fundamentales.

También hay que saber meterle rienda a la soberbia. En el primer debate presidencial del 2000, Al Gore –debatiente extraordinario, con años de práctica– apostó por jugar el papel de intelectual sabelotodo, corrigiendo y casi regañando a George W. Bush. Gore apostaba a ofrecer un contraste frente a Bush, que llegaba al debate con fama de bobalicón e ignorante. Lo que consiguió fue ser percibido como un auténtico mamón (Bush, en cambio, superó las bajísimas expectativas y ganó el debate). El sábado siguiente, el programa de comedia Saturday Night Live retrató a Gore en plan de ñoño insufrible, quizá la imitación más devastadora de la historia de la sátira política en Estados Unidos. Gore nunca se recuperó.

Pero más allá de las formas, los debates se ganan o se pierden en la sustancia, sobre todo si hay un auténtico debate de ideas. Los intercambios entre Clinton y Bush padre en el ’92, pero sobre todo los tres extraordinarios debates entre Romney y Obama son grandes ejemplos. Obama llegó al primer encuentro del 2012 con cierto desgano y no poca petulancia. Romney, en cambio, se había preparado como retador en una pelea de campeonato del mundo. Fino, elocuente e implacable, le recortó varios puntos en las encuestas a Obama, quien se vio obligado a despertar para la segunda cita, quizá el debate más intenso de las últimas décadas. En ambos casos, la diferencia fue la preparación y la disciplina y, sí, la sustancia.

¿Qué esperar del debate del próximo domingo? Es evidente que, como en cualquier encuentro de este estilo, serán los retadores quienes tengan la obligación de atacar al puntero. Nada hay de malo en ello, ni de sorprendente: López Obrador ocupa el primer sitio y deberá prepararse para defenderse tal y como hiciera Peña Nieto de los embates del propio López Obrador hace seis años. Para los otros contendientes, el debate es casi un ahora o nunca. Para Ricardo Anaya, la cita del domingo representa al mismo tiempo una enorme oportunidad y un reto complicado. A pesar de ser hábil en el arte del debate (su eficaz desempeño en una mesa de análisis ante Manlio Fabio Beltrones, hace un par de años, es un notable ejemplo), Anaya nunca ha debatido en un escenario del calibre de un debate presidencial y tampoco se ha visto las caras con alguien de la experiencia de Andrés Manuel López Obrador. Tendrá que ser como fue con Beltrones: asertivo, informado, severo y provocador sin ser burlón. Combinación compleja, por decir lo menos.

El reto para Meade es, quizá, más complejo. Aunque su experiencia como servidor público y su preparación académica e intelectual son innegables, tendrá que buscar contrastarse con Anaya y López Obrador y al mismo tiempo defender al escudo del PRI. No será fácil. En esto, como en otras cosas, Margarita Zavala tendrá que decidir si busca la presidencia de México o quedarse con el PAN. Son dos cosas distintas, y su comportamiento en el debate será reveladora.

¿Y Andrés Manuel López Obrador? Hace unos días, en Twitter, plantee una encuesta en la que pregunté a quienes la respondieron de cuál candidato esperaban más en el primer debate presidencial. López Obrador ganó con 40% de los votos. Es comprensible. El candidato de Morena conoce el terreno como nadie: estará participando por tercera vez en debates presidenciales. No solo eso: López Obrador ha debatido en televisión nacional desde que Ricardo Anaya era un adolescente y Meade apenas entraba a sus treinta. Pero no se trata solo de experiencia; se trata de proyecto. Para López Obrador, los debates presidenciales deben ser el escenario ideal para explicar y defender un proyecto de país que ha estado preparando, supone uno, por décadas. Sería deseable, por ejemplo, que dejara descansar el discurso de la indignación, que tanto y con tanta justicia la ha servido. Haría bien, en cambio, en explicar a detalle la manera como pretende gobernar el país, defendiéndose de los previsibles ataques de sus rivales. Si ya se asume como presidente (“este arroz ya se coció”) deberá presentarse como tal. Millones de mexicanos, muchos de ellos aún indecisos, estarán viéndolo con lupa el domingo.

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