Nada hay más importante en una campaña electoral que el mensaje y la disciplina con la que se comunica. Me explico. Un candidato debe saber cuál es el proyecto que ofrece, por qué lo ofrece y por qué es mejor que el de sus antagonistas. También debe saber transmitir por qué él o ella, y no su rival, merece ganar la elección en turno. Después debe sintetizar ambas cosas, de manera clara y memorable, para repetirlo como un mantra con la esperanza de persuadir a los electores. Parece fácil, pero no lo es tanto. En 2016, por ejemplo, Donald Trump acuñó una frase de cuatro palabras para resumir su proyecto de gobierno: “Make America Great Again”. Demagógico, pero eficaz. Trump también encontró un mensaje para diferenciarse de Hillary Clinton: ella ha estado en la política por años y representa un sistema podrido; yo nunca he sido político y sé cómo arreglar ese mismo sistema de privilegios. Clinton, en cambio, nunca pudo articular un mensaje coherente ni mucho menos explicar por qué ella, y no su rival, merecía la Presidencia.

La dinámica se repite ahora en México.

Durante la semana seguí un par de debates entre los representantes de los candidatos a la Presidencia con Carlos Loret y Carmen Aristegui. Llegué a conclusiones similares: cuando faltan menos de 3 meses para la elección, solo Andrés Manuel López Obrador ha encontrado un mensaje de campaña y de contraste breve y contundente: ustedes son responsables de dos sexenios de inseguridad y otro de aberrante corrupción. Ya han gobernado: ahora es nuestro turno y las cosas serán distintas. Este es el mensaje (quizá el único mensaje) que Tatiana Clouthier machacó una y otra vez. Es un mensaje simple, fácil de recordar y, más importante aún, respaldado por la evidencia que deja este sexenio.

En esto, como en otras cosas, la campaña de José Antonio Meade enfrenta una misión difícil. Aurelio Nuño intentó defender el único proyecto posible para un candidato del PRI: la continuidad de las reformas impulsadas por Enrique Peña Nieto. Luego trató de acusar a los otros candidatos de carecer de programa o viabilidad. El problema es que, para defender las reformas (cuyos beneficios aún no son tangibles ) primero hay que explicarlas. Y en estos tiempos, el que explica pierde, sobre todo cuando del otro lado hay alguien que maneja con autoridad el discurso de la indignación. En cualquier caso, Nuño tiene otro problema, el mismo que tiene Meade: sigue apostando que el electorado estará dispuesto a dejar de lado la corrupción de la estructura priísta si el candidato del PRI demuestra ser, exclusivamente en el plano individual, un hombre honesto. La presentación de la famosa “7 de 7” fue una provocación táctica interesante, sobre todo después de la respuesta de López Obrador. ¿Le alcanzará al PRI? Lo dudo. Como diría, implacable, Salvador Camarena hace unos días: no es Meade, son sus amigos.

¿Y Ricardo Anaya? Lo he dicho antes, pero lo repito: de los tres candidatos opositores, Anaya es el único que podría disputar, por su constante discurso de antagonismo frente al gobierno, la narrativa de cambio con López Obrador. Para hacerlo, sin embargo, necesita un mensaje atractivo y joven que resuma con claridad su proyecto de país y, de manera crucial, una manera de responder a la campaña lopezobradorista cuando, como ha ocurrido, Clouthier y otras voces afines insistan en arrogarse la exclusividad de la esperanza. Por eso es que la estrategia de Jorge Castañeda, representante de Anaya con Loret, resulta tan difícil de entender. En Televisa, Castañeda recurrió una y otra vez a comparar a López Obrador con Luis Echeverría y a su proyecto económico con el estatismo de los 70. El problema es que para saber quién era Echeverría y cuánto daño hizo su política económica hay que haber nacido, cuando mucho, en 1960. En un momento dado Castañeda recomendó a los televidentes jóvenes que preguntaran a sus padres o abuelos por Echeverría. Sobra decir que cualquier argumento electoral que requiera de la explicación de los abuelos parece una mala idea. La enorme mayoría del electorado no entiende qué es el estatismo ni tiene tiempo para entenderlo. ¿De verdad Ricardo Anaya, que tiene 39 años, tratará de explicarle al público que seguirá los debates algo que pasó antes de que el propio candidato naciera? Suena, por decir lo menos, como un despropósito cuando la mitad del electorado mexicano tiene la edad de Anaya o menos.

La clave de la fuerza del mensaje de López Obrador —como el de Bernie Sanders y hasta el de Donald Trump en EU— es, digamos, su cercanía cronológica con la irritación del electorado. A pesar de su edad, Sanders y Trump conectaron con votantes porque interpretaron, cada uno desde su particular trinchera populista, sus angustias inmediatas. A veces se nos olvida que México ha pasado ya 12 años inmerso en la violencia y al menos seis en un gobierno corrupto. Tatiana Clouthier lo entiende: los grandes temas, lo que realmente indigna sobre todo a los 35 millones de votantes que nacieron después de 1985, son la corrupción y la violencia. El estatismo del lejano México de los 70 podrá ser un sabroso tema de sobremesa en la casa de campaña de Anaya, pero moverá, supongo, pocos votos. A los votantes hay que hablarles de lo que les importa y, más importante todavía, de lo que recuerdan. Hablar, digamos, más del 2006 y menos del 1976.

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