Un Tsuru blanco, con placas del Estado de México, estaba abandonado en la carretera federal México-Acapulco, en las inmediaciones de la colonia Lázaro Cárdenas —y a solo unos metros del puente conocido como La Cima. Era la una de la mañana del 15 de febrero pasado cuando la policía se acercó a mirar.

En la cajuela del vehículo había una escena indescriptible. Los restos de un hombre desmembrado a tal punto, que fue imposible establecer, no digamos su identidad, sino incluso sus rasgos físicos.

La nota ocupó solo un pequeño espacio en los medios locales. No es extraño. En Acapulco, este tipo de hallazgos se ha vuelto el pan de todos los días.

Hace más de una década que la violencia irrumpió en ese paraíso del Pacífico. El entonces perredista Félix Salgado Macedonio gobernaba el municipio. En un trienio dominaban el puerto los Beltrán Leyva y a estos querían arrebatarles el control de las operaciones criminales los Zetas.

Sicarios del Cártel del Sinaloa fueron ejecutados por agentes municipales en enero de 2005. La cabeza del agente que les dio el tiro de gracia apareció colgada en la reja de una oficina de gobierno con el siguiente mensaje: “Para que aprendas a respetar”.

Comenzó el rosario de muertes, balaceras decapitaciones, encobijamientos. Al año siguiente hubo un tiroteo en la vía pública, que duró 40 minutos, y en el que participaron sicarios de Sinaloa disfrazados de AFIs.

Salgado Macedonio, hoy flamante senador por Morena, fue acusado de entregar Acapulco al narcotráfico. Los grupos criminales que peleaban el puerto lo acusaron de incumplir acuerdos. Llegó a recibir hasta 20 amenazas de muerte.

Cuando su gestión terminó, Acapulco estaba convertido en un infierno. Un infierno pequeño si se piensa en todo lo que ocurrió en los lustros que siguieron. Al frente del gobierno municipal han desfilado el PRI (2009-2012, con Manuel Añorve), Movimiento Ciudadano (2012-2015, con Luis Walton), otra vez el PRD (2015-2018, con Evodio Velázquez Aguirre), y finalmente Morena (2018, con la recién llegada Adela Román).

Y mientras tanto, la violencia, la corrupción, la inseguridad, las muertes, las desapariciones, las extorsiones, la pérdida del turismo, el cierre y colapso de los negocios no han hecho sino extenderse.

El gobierno de Andrés Manuel López Obrador ubicó a Acapulco como la tercera región más peligrosa de México (luego de Tijuana y Ciudad Juárez). Su elevada tasa de homicidios, 97.8 por cada cien mil habitantes (según los datos ofrecidos por el propio gobierno federal), la convierte, en realidad, en una de las más peligrosas del mundo.

El abatimiento de Arturo Beltrán Leyva en 2009; la detención, poco después, de sus más importantes lugartenientes —Edgar Valdez Villarreal, La Barbie, y Sergio Villarreal Barragán, El Grande—, abrieron una grieta inmensa en el cártel. La antes poderosa organización criminal se fragmentó hasta en 14 o 15 grupos.

En la actualidad operan en el puerto el Cártel Independiente de Acapulco (CIDA), y los grupos conocidos como La Barredora, Los Virus, Guardia Guerrerense y La Empresa.

Durante los últimos tiempos de la gestión del perredista Evodio Velázquez Aguirre, la Marina, el Ejército y la Policía Federal tomaron el control de la seguridad en Acapulco. La entonces alcaldesa electa, Adela Román, había denunciado que grupos de la delincuencia organizada controlaban la Secretaría de Seguridad Pública Municipal y habían amenazado de muerte a miembros de su gabinete si se realizaban cambios en la corporación.

Se ejecutaron órdenes de aprehensión contra altos mandos policiacos vinculados con el CIDA. Algunos elementos huyeron. Uno de ellos, Miguel Ángel Larumbe, El Nenuco, fue detenido apenas hace unos días en Colima. Pero la “limpia” en la policía no detuvo la violencia, ni la inseguridad, ni la actividad de los grupos del narcotráfico.

Acapulco ha sido asesinado. Lo aniquilan las ejecuciones diarias, los altos índices de secuestro, la imparable extorsión.


@hdemauleon
demauleon@hotmail.com

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