En un famoso soneto, “Amor constante más allá de la muerte”, alta cima de su genio, Francisco de Quevedo vio venir su muerte. Ufano de haber vivido con valentía y apasionadamente, anticipó que sus restos “serán ceniza, mas tendrá sentido; polvo serán, mas polvo enamorado”.

Esos versos “me fascinaron durante muchos años”, escribió Octavio Paz. En “Homenaje y profanaciones” (1960) dialoga a fondo con ellos. En medio de una decepción de amor con Bona de Pisis se siente tan muerto que se resigna a que el suyo, aunque enamorado, es un “polvo de los sentidos sin sentido/ ceniza lo sentido y el sentido”.

En 1981 volvió al soneto en un ensayo: “Quevedo, Heráclito”. Escribe: “la mención final de las cenizas animadas por lo sentido y el sentido, me producían, cada vez que recordaba el soneto o que lo releía, una emoción que casi siempre terminaba en una pregunta desolada. ¿las cenizas sienten, el polvo sabe que está enamorado?”

En el amor con Marie José Tramini, feliz y sereno, esa respuesta de 1981 es que Quevedo reivindica la “inmortalidad”, pero no tanto la del alma como la del cuerpo, “literalmente reanimado por la pasión”; los cuerpos resucitan de sus cenizas por el poder mismo del amor, no por la voluntad de Dios. Degradados a huesos, cenizas y polvo, los cuerpos de los amantes se obstinan en seguir amándose: polvo enamorado.

Al final de sus días, en 1996 escribió “Respuesta y reconciliación (diálogo con Francisco de Quevedo)”. Dialoga ahora con “Brevedad de la vida”, otro célebre soneto. Para Quevedo, la breve vida es un diferido morir: somos, de la infancia a la vejez, “presentes sucesiones de difunto”. Y Paz concurre: la vida “nace para morir y al morir nace”. Y luego se pregunta (como todos) “¿habrá un después?”, y se contesta “Nadie responde, nadie sabe”.

Lo asombraba que la conciencia de morir se erotiza: “la persona que amamos también morirá”, y esa persona también estará en el después imprevisible. Perdido en esas lucubraciones, escribió “Regreso” (en Árbol adentro, de 1987). Sueña que está muerto (“comí tinieblas con los ojos”) y que, perdido en esa muerte, pasa el tiempo. Muere su pareja y se reúnen: sus cuerpos tendidos son “barcas obscuras/ a la sombra amarradas”, pero sus almas son “lámparas navegantes/ sobre el agua nocturna”. La pareja de muertos se reconoce y sus muertes respectivas ansían amarse y conocerse. Termina el sueño: los cuerpos están vivos en la noche, pero conscientes de que “son tiempo que se acaba”.

El cuerpo de Paz es polvo desde hace veinte años; el de su esposa, Marie José Tramini, desde hace unos días. Paz dijo que amarla había sido su segundo nacimiento, así que vivió ahora una segunda muerte, un nuevo nacimiento. “¿Habrá un después?”

La prensa, los juristas y funcionarios, los abundantes “cercanos”, discuten ahora el destino de sus bienes. No se ha hablado de qué hacer con las cenizas de la pareja. ¿Dónde están? ¿a dónde irán a dar? Lo que menos importa, importa. No son preguntas baladíes: los rituales funerarios, y los amatorios, son materia prima de la cultura.

En 1986, Paz escribió que “En México amamos a nuestros escritores a condición de que estén muertos; los sepultamos, a veces en vida, bajo montañas de elogios vacuos (otras bajo carretadas de vituperios) y construimos con sus obras suntuosos mausoleos que después nadie visita.” Sabía, claro, que no sería la excepción.

Ya saldrán las ocurrencias sobre palacios y rotondas, cenotafios y mausoleos y toda esa bulla de parafina oficial, laureles con siete copias, letras doradas y funcionarios rampantes; todo eso que Paz llamó en algún poema “dilapidadas lápidas y laudos”, “las velas del velorio y el jolgorio”. No hay remedio.

Habría sido bueno esparcir las cenizas bajo la fronda parlante del árbol nim, ese al que le pidieron que los casara, que vive en el jardín de Nueva Delhi donde estuvo la embajada. Al pie de ese árbol —escribió Paz— “supe que estaba vivo,/ supe que morir es ensancharse”. Pero la embajada ya no ocupa esa casa.

¿El jardín de Mixcoac? La última vez que lo vio Paz se entristeció: “polvo y basura, patria de ninguno”. ¿El jardín de la Casa Alvarado? Fue el último que amaron los Paz. ¿San Ildefonso? Hay jardineras acogedoras, pero tanta pesadumbre histórica…

Morirse es lo de menos; más difícil es ser polvo enamorado.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses