Tú eres el desconocido más popular que conozco. Eso le dijo Gabriel García Márquez a Rubén Blades en los años 80, cuando Pedro Navajas ya era un himno coreado y bailado por millones de latinoamericanos.

Lo de “desconocido” llevaba jiribilla: Gabo conocía muy bien la enorme capacidad de convocatoria que tienen unas maracas cuando comparten la pista con un verso bien cantado, y sabía que el mejor argumento de la palabra es darle ritmo. Porque, en muchas regiones de nuestro continente, los salones de baile hacen las veces de biblioteca, periódico y hasta de cine, y es gastando la suela donde sacamos a relucir nuestras historias más entrañables. De allí que García Márquez escribiera: “Nada me hubiera gustado en este mundo como haber podido escribir la historia hermosa y terrible de Pedro Navajas”.

El otorgamiento del Premio Nobel a Bob Dylan en 2016 parece reanimar un viejo dilema: ¿Son las canciones parte de la literatura? No nos referimos a que las letras de las canciones sean poemas sino a que la canción pueda considerarse un género literario en sí.

Lo que a primera vista parecería una transgresión de límites en las disciplinas artísticas, pudiera no ser sino un necesario acto de justicia. Porque no hay que indagar mucho para enterarse de que toda literatura tuvo su origen en el canto, y que el hombre ha contado y cantado historias mucho antes de intuir cualquier bibliografía. De allí que los cantantes sigan llevando la mano en el oficio.

Un buen ejemplo lo ofrece el salsero de San Felipe, que a través de 50 años ha logrado crear un universo propio, Hispanía, en el que se entrelazan sujetos históricos como el sacerdote Arnulfo Romero —asesinado en 1980 por defender los derechos humanos en El Salvador— con antihéroes ficticios como Pedro Navajas o Pablo Pueblo. Sin dejar de bailar, es posible enterarnos de las alegrías y las desventuras de la familia DaSilva o atisbar en la felicidad de Ligia Elena con su novio trompetista.

En Blades encontramos a un narrador de alto oficio que entre la cáscara del timbal y un solo de trompeta logra establecer tramas, resolver nudos, sintetizar diálogos y mostrarnos el revólver todavía humeante en el escenario de un crimen. Si sus temas saben a realismo mágico es porque esa es la esencia de nuestro continente.

En palabras del propio Blades: “La primera casa que yo recuerdo en Panamá quedaba en Pueblo Nuevo, era una casa de madera. Nosotros salimos de esa casa porque había fantasmas. Ese realismo, que resulta mágico para un europeo, para nosotros era lo de a diario.”

Resultaría una grave injusticia conferir valor a una expresión musical sólo en la medida en que las autoridades de la cultura letrada, Nobel de por medio, la reconocen como interlocutor. Las canciones de Blades forman en sí mismas un valioso acervo literario de América Latina, por su innegable calidad narrativa y porque en ellas canta de lleno nuestra complejidad: el idioma español suena sobre una clave de raíz africana con instrumentos americanos y europeos.

Su nuevo disco, Medoro Madera, resulta una especie de travesura tramada por Borges. Al escucharlo, uno se da cuenta de que Medoro es y no es Blades: distinto timbre de voz, diferente fraseo y rostro en la portada. A sus casi 70 años, y tras medio siglo de narrar el mundo en clave, Rubén ha terminado por mudarse a la imaginaria República de Hispanía. Es otro personaje en la voz del desconocido más famoso del mundo.

Twitter: @Frino_B

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