Hace un año estaba en la línea de salida del maratón de París. Había suspendido mi entrenamiento el tercer mes al rompérseme un disco de la columna. Fui allá sólo para acompañar a mi mujer, para darle ánimos en dos o tres puntos del recorrido.

Curiosamente, el avión me sentó de maravilla, me levanté de mi asiento cada hora. Llegué a París como si nada. A la mañana siguiente troté en el Parc Monceau por primera vez después de un mes y medio de mi crisis. Me sentí como nuevo. De ahí fuimos en metro a la expo del maratón a que mi esposa recogiera su número. Entre toda la parafernalia y gente de tantas nacionalidades, decidí recoger también el mío. No soy de coleccionar nada, pero le dije que sería un bonito recuerdo…

Era una locura de las que me gusta ver en las películas, como la de Seabiscuit, el legendario caballo de carreras que se rompió una pata y, contra todos los momios, ganó la gloria en un final digno de Hollywood. Pero la vida no es necesariamente una película y en el kilómetro 15 comencé a sentir un extraño calor a la altura de la lesión. Estaba por detenerme cuando una banda comenzó a tocar Starman, de Bowie.

Tres kilómetros después el eco de Major Tom se apagó por completo en mi mente, mientras un incendio en la parte baja de mi espalda activó mis alarmas. Me hice a un lado y paré. Pasaron treinta segundos, no sabía qué hacer. El fuego cedió y volví a correr, di unas diez zancadas y frené nuevamente. Miré mi reloj, había perdido un minuto. Traté de recuperarme, alcancé a dar unos pasos y, ahora sí, me detuve. Abandoné.

Qué difícil es abandonar, incluso cuando lo has decidido. No acabas de hacerte a la idea y siempre queda ahí el arrepentimiento, las ganas de volver a emerger y de ser parte de esa marea eufórica humana. Aunque desde antes de empezar sabía que probablemente no terminaría, salirme fue duro.

Una vez que por fin me calmé, pensé en lo difícil que debe ser para un músico abandonar a su banda y ver que perduran, o lo terrible que será abandonar a tus hijos y saber que continuarán su vida. Pero, finalmente, todo en esta vida es ir abandonando, personas, sentimientos, creencias, cosas, posturas, posiciones, deseos. Yo ya abandoné, por ejemplo, la idea de ser el hombre más rico del mundo, y hoy me conformo con ser feliz. Ja.

Abandonar la idea de que nunca vas a abandonar, Abandonar la idea de tener pelo para siempre, amigos. Abandonar la idea de conservar los pechos duros para siempre, mujeres. Abandonar la idea de que tú nunca caminarás despacio. Finalmente, un día abandonaremos el cuerpo, la vida. Seabiscuit le ganó a War Admiral la Carrera del Siglo en 1938. Murió en 1947. La vida no es necesariamente una película, puede igual ser una novela o una obra de teatro.

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