No salimos del pasmo, de la estupefacción, del shock.

Hacemos conjeturas. Contrastamos versiones. Esperamos resultados. Este empeño en tratar de comprender lo incomprensible. En que una cadena de sucesos o la combinación de distintos factores nos arroje luz, nos explique cómo y por qué se suscitó un hecho tan trágico e irremediable como el tiroteo en el aula del Colegio Americano del Noreste en Monterrey.

Ya varios medios han retomado asesinatos ocurridos en recintos escolares, tales como cuando, en 2014, un estudiante de 15 años mató a balazos un compañero en una escuela del Estado de México o cuando, en 2007, un padre de familia asesinó a una de las directoras de una escuela en el sur de la Ciudad de México, e incluso cuando, en 2001, un niño de 14 años se disparó en la cabeza frente a sus compañeros de clase.

Sin embargo, el que aquí nos ocupa tiene las características de aquellas masacres que pensábamos nada más ocurrían en otros países, sobre todo en Estados Unidos y que el psicólogo David Lester, especialista en suicidios, denominó “la plaga del siglo XXI”. De hecho, tras revisar un centenar de casos en todo el mundo, Lester concluyó que la incidencia de suicidio en los asesinos masivos era superior a la de los asesinos seriales: los primeros suelen quitarse la vida en el lugar de los hechos, después de perpetrado el acto y ante la amenaza de ser capturados, mientras que los segundos lo suelen consumar o intentar tras el arresto, una vez presos.

Demasiado tarde leí las advertencias y muestras de solidaridad que invitaban a no ver el video. De hecho, yo lo vi en un página de noticias internacionales sin que hubiera advertencias de ningún tipo. Cuánta tristeza. Sentí cómo se me oprimió el pecho y el estómago se me revolvió, mas no por lo sangriento de la escena (la pantalla era tan pequeña que ésta no se percibía con nitidez) sino por la impotencia, por lo consumado de los hechos, por la pregunta necia, aun inservible, de “¿cómo se pudo haber evitado?”, todo de golpe. Estaba por tomar un elevador y recuerdo que una persona me preguntó que si estaba bien. Entonces le comenté que me había impactado mucho la noticia del colegio y me preguntó si yo era de Monterrey. “No”, le respondí, “pero es que eran niños”.

Niños muertos. En su novela Fuga en MÍ menor, Sandra Lorenzano describe La Piedad como el autorretrato que Miguel Ángel hizo al sostener un hijo que nunca tuvo y también aventura que el mismo Mahler no habría podido componer una obra como “Canciones a los niños muertos” después de la muerte de su propia hija, María.

En medio del duelo y la conmoción y el río revuelto, escuchamos a quienes ven esta desgracia como señal de que también a México lo puede azotar la plaga del siglo XXI y también la ven como un argumento para traer a la mesa la discusión sobre la necesidad de estar armados.

Una cuestión que no está no desprovista de maniqueísmo.

Una premisa tramposa no sólo porque valida las armas (falta que diga que son buenas per se) sino porque se arriesga a reducir este tipo de crímenes a la coincidencia de dos factores: el arma en manos de la persona afectada, sin abundar suficientemente en un contexto que permite el desarrollo de afecciones y trastornos y, por otra parte, la prevalencia de los instrumentos con que abrir fuego.

“El ser humano es agresivo por naturaleza, pero violento por cultura”, afirma el catedrático español José Sanmartín. Violencia entendida, en la mayoría de los casos, como la influencia de la razón y la preeminencia de ideas que deshumanizan a otros miembros de la especie. Sin dientes afilados, garras o la fuerza de un oso, al hombre le basta un rifle para convertirse en “matador por excelencia”:

“Hemos hecho de la muerte un arte. Hemos inventado recursos para realizar nuestra agresividad sin ver a nuestros agredidos. Las armas alejan a la víctima, nos la vuelven imperceptible (…) Hacen que sea fácil matar y confieren cierta impunidad emocional. A diferencia de la mayor parte de los productos de la técnica, las armas sólo tienen una utilidad negativa: matar.”

Aldo Fasci Zuazua, vocero de seguridad del Estado de Nuevo León, ha sido cauteloso durante sus declaraciones a la prensa: no se prestó a especulaciones sobre la presunta depresión que aquejaba al chico que disparó en contra de su maestra y algunos de sus compañeros. Tampoco dio lugar a lo que se le dijo circulaba en las redes y paró en seco a los reporteros que sugirieron que el arma pudo haberla tomado de sus padres.

En buena parte de los perfiles analizados por Lester, el terapeuta e investigador que mencioné en un principio, los asesinos compartían antecedentes psiquiátricos, interés por las armas y por la literatura sobre las mismas, y ser hijos de padres divorciados. En los casos más mortíferos, habían dado señales previas de violencia, matado a seres queridos, tenido ataques de paranoia y/o servido en el ejército, al tiempo que la comisión de este tipo de delitos solía aumentar hacia el fin de semana.

Más recientemente y a propósito del tiroteo en el bar Pulse de Orlando, la escritora Soraya Chemaly lamentó que la violencia doméstica no se considerara como alerta roja, cuando, según la organización ThinkProgress, los tiroteos masivos perpetrados en Estados Unidos entre 2009 y 2014 comenzaron con ataques de los agresores a sus respectivas novias, exesposas, exesposas o, en el caso de Adam Lanza, el asesino de Connecticut, a su propia madre.

“Concentrémonos en la violencia íntima para prevenir una masacre pública”, advirtió entonces Chemaly y, en aras de entender la conexión entre ambas situaciones, llama a considerar menos los objetivos de la violencia y más el comportamiento del agresor: “En una sociedad patricarcal se tolera la violencia interior y se asume la no intervención en el ámbito más íntimo de las personas, cuando es que sí existe un vínculo entre la violencia privada y la pública”.

Dijo también el vocero de seguridad de Nuevo León que se castigaría a quiénes filtraron el video registrado en la cámara instalada en el aula durante el tiroteo y explicó que se trataba de un acto ilegal porque vulneraba a las víctimas de la tragedia. Acto seguido dijo, tal y como dijeron otros tantos, que no entendía cómo alguien era capaz de compartir información así de sensible, que no le pasaba por la cabeza por qué alguien llegaba a esos niveles. Primero, es mucho más que “alguien” y más en la red cuando este tipo de fenómenos se viralizan y, para cuando llegan las alertas y prohibiciones, ya es demasiado tarde. Es más una cuestión de criterio que de sólo prohibir y prohibir.

Recuerdo cuando ocurrió la masacre en la primaria de Sandy Hook en Newtown, Estados Unidos. En el programa Here and now, de Public Radio, uno de los entrevistados llamó a --por repulsivo que resultara-- escrutar en la mente y el entorno de estos homicidas, en potencia o acto, vivos o muertos fueran psicóticos, psicópatas o psicopáticos, pero igualmente víctimas.

Niños muertos, niños que matan: todos son víctimas.

México tiene que aceptar que también en este tema necesita sanarse.

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