Es más fácil echarle la culpa a Trump, pero me atrevo a decir que “agarrar a una mujer por la vagina” () es sobre todo una de las malas maneras del poder. O, me corrijo, de los hombres en el poder. De bote pronto vienen a mi cabeza tres personas, tres hombres, tres personajes, ya no sé ni cómo llamarles. Claro, podría decir sus nombres, pero no se trata de denunciarlos sino de describir este tipo de comportamiento que al menos a mí me ha parecido singular. . . y recurrente. Así que diré el pecado y no el pecador. . . o, bueno, quizá una aproximación: no sus nombres, pero sí sus puestos o sus oficios sin beneficio, para fines de ejemplificar:

  • Poderoso Uno. Periodista estrella en su momento, una suerte de media man de nuestros días.
  • Poderoso Dos. Funcionario público, titular de un área muy cercana a Comunicación Social de la Presidencia de la República.
  • Poderoso Tres. Diplomático y en su momento funcionario público de primer nivel, desde siempre académico y, hoy día, otra especie de media man.

Con estos tres salí en algún momento - - estoy hablando de los últimos cuatro años - - y, en cada caso, bien que me tocó el intento sin decir agua va de grab me by the pussy. Ya sé que los cómicos estadounidenses han ridiculizado la frase hasta el cansancio. El adorable Bill Maher ironizó: “¿Qué no fue lo que Hillary hizo con él (Trump) en el más reciente debate presidencial?”.

Pero el caso es que quienes hemos sido inesperadamente grabbed by the pussy (tomadas por la vulva) lo entendemos: por lo regular estás en un restaurante que tiene fama de ser wow, a veces es una supuesta cita de trabajo, otras veces es sencillamente una cita, léase tantear territorio, y, en eso, acompañada de o previo al beso con atasque incluido sientes eso: la mano que se desliza, la mano que se atrabanca, la mano que topa y se aferra o intenta aferrarse.

La primera vez, entre mi apendejamiento y que no sabía qué estaba pasando y que el tipo merecía mi respeto y en verdad confiaba en que me daría una oportunidad, tardé algo de tiempo en darme cuenta por dónde iba. Lo tomé de la muñeca, con sutileza, y retiré su mano. Recuerdo que él se llevó la mano a la cara, olió sus dedos y exclamó: “Mmmm”. Quizá inconscientemente yo empecé a hablar de mi novio - - un novio que me inventé - - y, bueno, el media man se encabritó y no bajó a mi supuesto novio de: pendejo, pinche güey, hijo de la chingada. Salvada por la campana. Al menos cambiamos de tema.

La segunda no me tomó tan desprevenida, aunque igual me pareció grotesca e inoportuna. Sobre todo porque de mi parte no había provocación ni correspondencia. A este funcionario lo había conocido en una página de encuentros, si bien, cuando nos vimos por primera vez todo indicaba que seríamos mejores colegas. Un día me dijo que tenía algo para mí (nunca pensé en sus manos agarradoras) y nos vimos en otro de estos restaurantes que son muy ricos y muy prestigiosos, pero que, al mismo tiempo, son los favoritos de nuestros políticos y nuestros media men: ahí van a cerrar negocios o a cortejar ilusas en lo oscurito. ¿Por qué haces eso?, le pregunté. Su respuesta: "Quiero probarte". Cómo crees, respondí, qué oso que la gente nos vea. Yo, más que indignada, estaba que me moría de sueño, así que le pedí me diera diez minutos para tomar una siesta, ahí juntando un par de sillas. Cuando desperté él ya había pedido la cuenta. Dios es grande.

Poderoso mambo number three. Este sujeto que, en otros aspectos me parece admirable y cada vez que puedo lo leo, también hizo de las suyas. Nos encontramos en plan cita, para conocernos y ver si habría click. Yo me dediqué a entrevistarlo porque su persona y su vida y demás siempre me han provocado curiosidad, sin embargo, otra vez, a la primera de cambio sentí LA MANO atrapadora apropiadora superposicionadora. Menos mal que llevaba medias, de esas gruesas, lo que, dicho sea de paso, no lo hizo muy feliz.

Ahora quisiera aclarar que NO tengo nada en contra de la mano invasora y entrometida. En absoluto. Pero es muy distinto cuando esa mano se anhela, se provoca, se acoge: yo misma abro las piernas, poco a poco o de golpe, mientras me sujeto del respaldo. Insisto: no hay tema con la mano (¡podría ser la mía invadiendo al sujeto de mi deseo!), pero sí con el tipo que, por pagar, por invitar, por ser quien es o por tener la posición que dice tener, te deja ir la mano que mece la cuna y que no mece un carajo.

La transgresión es exquisita. Burlar de alguna manera las reglas de etiqueta y los códigos de ciertos lugares: pienso en escenas de Nueve semanas y media o de . Incorrecto, pero delicioso: sexo en el auto, en las butacas, en el baño, por debajo de la mesa, sí, pero, ay, cuando los capitanes y meseros se hacen de la vista gorda porque se trata de un mandamás y su novia o amantuca del día. . . Híjole, no sé ustedes, pero para mí deja de ser sexy, deja de estar padre.

Tengo un colega que disfruta cuando su novia en turno le hace sexo oral en el asiento trasero mientras el chofer conduce, como si nada. Mi colega apenas le pide al conductor que le suba el volumen a la radio y, bueno, es como la batiseñal: a hacerse de la vista gorda. Cada quien, ¿verdad? Yo debo ser de otro mundo porque incluso esos rollos me parecen pretenciosos, sexotravesuras de pobres niños ricos con un poco de poder.

Pero, bueno, después de la grabación oculta de lo conversado en el tráiler y también de los comentarios de Trump en cuanto a salir con una chica de 10 años apenas cumpliera 20 o sobre cuán increíble sería tener sexo con una mujer “desequilibrada como Lindsay Lohan”, ya no sé ni qué pensar. He escuchado y visto tanto de Trump en tantas personas, en tantos hombres con los que me he relacionado o tenido una conversación que, de verdad, ya no sé ni para dónde hacerme.

De alguna manera, pronunció en el marco del Día de la niña me devolvió algo de esperanza. Ya estaba yo entre el desamparo y la resignación propios del “todos son iguales”, cuando la escuché decir que había otra manera no sólo de referirse a las mujeres, sino de tratarlas. O viceversa. Cuento con mi mano -- no agarradora, aclaro --, y me sobran dedos, los hombres con los que he intimado, conversado, trabajado, que, en verdad, respeten, no juzguen ni definan a una mujer por su apariencia o su estilo de vida, mucho menos si hablamos de vida sexual: son literalmente garbanzos de a libra. Entre ellos y de bote pronto menciono a: Luis Rubio (Ieído), Iván Báez (conversado, leído, entrevistado), Genaro Lozano (conversado, leído), Daniel Moreno (conversado, leído, entrevistado), Pepe Merino (leído, conversado), Alejandro R. Gamboa (conversado), León Serment q.e.p.d. (conversado), Adrián Peña (conversado), mi ex marido (honor a quien honor merece) y. . .  párale de contar.

Seguro hizo falta mencionar a varios más, pero, de momento, esos son en quienes pienso. Fuera de ahí, uff, juicio, prejuicio, cosificación sistemáticos. Con lo que me topo más a menudo es con:

  1. Hombres que buscan conquistar mujeres a través del furniture shopping (¿Alguien dijo Cuauhtémoc Gutiérrez?).
  2. Hombres que aseguran que las “locas” cojen deliciosa y descomunalmente. ¿Es tan censurable? Yo he dicho lo mismo de los rebeldes sin causa.
  3. Tipos que me dicen que esperarán a que mi hija cumpla 18 para abordarla. Wait, hace un par de años yo le dije a un chico de 25: “¡Cómo no tengo 15 años menos!”, pero no me vi muy Trump, ¿verdad? Júrenme que no ;)
  4. Y por supuesto los pobres chicos nuevos ricos que van por la vida comprando y deslumbrando mujeres con sus súper poderes.

Ante un escenario tal, no queda más que hacer alianzas y empoderarse, pasar de largo de estos criterios, aun legendarios, pero machistas y, si no les gusta la palabrita, entonces criterios de la cintura para abajo, criterios básicos e instintivos, según los que el deseo de uno niega, somete, minimiza al otro. Y, bueno, no sé ustedes, pero a mí me bastan estos garbanzos de a libra para creer que existen hombres respetuosos, progresistas, justos y sensibles, hombre mejores que Donald Trump.

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