En este mundo contemporáneo, regido por las percepciones, los hechos significativos pero específicos terminan atrapando la atención pública hasta ser considerados regla cotidiana. De este modo se pierde la dimensión real  en la evaluación de los asuntos públicos.

Vemos que con mucha ligereza se está evaluando el alcance de la “Ley de Seguridad Nacional” o “Ley de Seguridad Interior”, y se le descalifica con base en percepciones muy subjetivas, presuponiendo que esta ley responde a un interés de las fuerzas armadas por tomar control del país y tener carta abierta para actuar con total impunidad, incluso pasando por encima de los derechos humanos de la ciudadanía.

Últimamente se ha satanizado al Ejército, pero de forma desproporcionada y en dimensión fuera de contexto.

Es cierto que el Ejército nos debe dar una explicación respecto a la actuación del destacamento ubicado Iguala, Guerrero, durante la desaparición de los 43 alumnos de Ayotizinapa, lo mismo que en el caso Tlatlaya.

Sin embargo, cuestionar acontecimientos específicos, no debe significar restarle al Ejército los méritos que tiene y la trascendencia de sus aportaciones a nuestro país.

Si tomamos en cuenta que las cifras de efectivos de las Fuerzas Armadas de México en 2016 rondan casi los 270,000 miembros, es lógico entender que pueda haber elementos que no cubran los requisitos profesionales y éticos. Sin embargo, la conducta cuestionable de unos cuantos no debe desacreditar a una institución que goza de respeto y aceptación ciudadana.

No es justo poner en duda la honorabilidad y reputación de una institución de esta dimensión por el comportamiento de algunos de sus miembros.

El Gobierno Federal informó al Congreso que tan sólo en 2015 la Secretaría de la Defensa Nacional  con el trabajo de 110,822 de sus elementos realizó 239,764 operativos. Ante estos números conviene comparar el número de denuncias en contra del Ejérecito.

Las cifras nos hablan de la capacidad de respuesta del Ejército para enfrentar conflictos sociopolíticos.

Sin embargo esta institución que debe estar fuerte y sólida está siendo sometida a un proceso de desgaste.

Es necesario realizar algunos ajustes en su marco operativo para que su actuación responda a las nuevas realidades de esta sociedad democrática, que exige transparencia a todas las instituciones públicas, principalmente gubernamentales y hacer que sus procesos internos de impartición de justicia sean compatibles con la justicia civil.

Es necesario tener un Ejército fuerte que garantice la paz pública en un  país donde los principales ´peligros a la soberanía nacional no vienen del exterior, sino de la delincuencia organizada y su modelo paramilitar capaz de enfrentar a las Fuerzas Armadas. Si queremos precisar aún más, de la infiltración que la delincuencia ha logrado en las estructuras policiacas y municipales en muchas zonas del país, donde obtienen protección, colaboración e impunidad.

Las ONG´s que tanto critican la actuación del Ejército quizá están apuntando al lugar equivocado, pues atacar al Ejército significa debilitar a quien nos protege.

El verdadero enemigo está hoy agazapado dentro de las estructuras gubernamentales, protegiendo a los delincuentes en un esquema de colaboración y blindaje. Incluso entre jueces y agentes del ministerio público, que hoy vemos están a la espera de encontrar errores de procedimiento en la integración de la averiguación previa o en el procedimiento del juicio, para poder liberarlos.

Esos son los verdaderos enemigos de la sociedad.

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