La agresión contra las mujeres no sólo se da físicamente, como ha sucedido con Ana Gabriela Guevara y María Barracuda,  vocalista del grupo musical JotDog, sino más grave aún la emocional, pues genera secuelas que rebasan la temporalidad de las lesiones físicas.

Estos dos casos han permitido que aflore a través de redes sociales  el verdadero peligro: un machismo reprimido, que se descubre a la primera oportunidad y se manifiesta a través de la agresión verbal directa.

Tanto Ana como María por una parte de la población han recibido solidaridad y apoyo. Sin embargo, de forma directa también han recibido mensajes intimidatorios, agresivos y amenazas a través de Twitter, y medios electrónicos, por lo cual queda manifiesto que muchos mexicanos justifican la agresión a la que ellas fueron sometidas y que diariamente reciben miles de mujeres que viven en el anonimato, sin que las autoridades tomen conciencia de la gravedad del caso hasta que hay lesiones graves o culmina en un homicidio. Parece que hay una complicidad social encubierta,

¿Qué podremos decir además, del fenómeno poco explorado aún, de un importante segmento social de mujeres que se ponen del lado de los agresores y justifican la violencia contra su propio género, principalmente contra las mujeres que se rebelan contra la agresión?.  Tal parece que estuvieran condicionadas a aceptar que ellas mismas merecen ser castigadas por el hecho de ser mujeres y que resistirse y repeler la agresión es inaceptable.

Las mujeres de los agresores, ya sean madres, parejas o hermanas de éstos, generalmente se ponen del lado de ellos y justifican la violencia contra su propio género. Por una parte cegadas por el cariño familiar, pero también, por un condicionamiento derivado de nuestra idiosincrasia.

La violencia contra las mujeres es un fenómeno complejo y enraizado en el inconsciente colectivo, de modo incongruente.

Para erradicar la violencia contra las mujeres, aparte de endurecer fuertemente el castigo a los agresores varones, es necesario enfocar esfuerzos al convencimiento, hacia las mismas mujeres, de que deben rebelarse contra la violencia y no justificarla incluso dentro de su mismo hogar.

Evidentemente, hay un importante sector femenino consciente de sus derechos, que lucha en contra de cualquier tipo de discriminación y violencia de género. Sin embargo, aún hay un importante porcentaje de mujeres que aún siguen condicionadas, igual que desde hace muchos siglos de sometimiento, a aceptarlo. Lo más grave es que ellas transmiten dentro del hogar, a sus hijas la conducta de la sumisión y a sus hijos la tolerancia y aceptación de que es un derecho que les asiste como hombres.

La violencia contra las mujeres no sólo se combate con spots de TV, algunos francamente cursis. Requiere de crear urgentemente un marco jurídico para castigar el hostigamiento y la violencia, pues la ley es muy “blandengue” y ofensivamente permisiva.

El Congreso debe replantear a profundidad los delitos “de género”, e incluso considerar castigo para los funcionarios públicos que desestiman la gravedad de estos delitos cuando deben combatirlos.

La forma en que se ventilan en las oficinas del ministerio público las violaciones sexuales atenta contra el pudor y somete a la vergüenza a las mujeres que denuncian a su agresor. Incluso muchas veces tienen que aceptar burlas, ironías, escarnio y a veces ser consideradas merecedoras de la agresión, por quienes están en los juzgados, lo cual desestimula la cultura de la denuncia ciudadana.

El primer paso para resolver el problema de la violencia de género es dejar de lado la actitud “socialmente correcta” de rechazarla de dientes para afuera, pero sin comprometerse a fondo con esta causa.

El primer paso debe darlo el Congreso redefiniendo su alcance y creando una legislación que combata a fondo este grave problema y además, las instituciones gubernamentales involucradas estudiar a fondo esta problemática social y definir soluciones efectivas.

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