Las leyes y reglamentos, -en todo el mundo y desde siempre-, tienen un fin preventivo. Pretenden frenar conductas que van en contra de lo que ética y moralmente es reprobable.

Sin embargo, en México las leyes siempre son manipuladas por quienes deben vigilar su cumplimiento, para así obtener un beneficio personal.

El nuevo reglamento de tránsito no ha sido presentado por el Gobierno del Distrito Federal como un intento de reeducar al ciudadano en lo relativo a la cultura vial. Es un reglamento coercitivo y punitivo, que lo único que ha hecho es endurecer las penas  para quienes cometen faltas administrativas.

En el quehacer gubernamental las percepciones son fundamentales y en este caso parece que la motivación de este reglamento es recaudatorio, para incrementar los ingresos por multas y no para mejorar el tráfico vehicular, lo cual descalifica moralmente a este nuevo reglamento.

Es cierto que los mexicanos generalmente tratamos de burlar el compromiso de acatar las leyes y normas sociales porque somos un país de individualidades, que siempre pensamos que éstas son válidas si aplican para con “los otros”, pero injustas cuando se trata de nosotros.

Sin embargo, del lado gubernamental está la contraparte, o sea, el interés de infraccionar más que el de evitar que se cometa la falta.

Las leyes, normas y reglamentos se legitiman a través de representar la búsqueda del bien común, que en este caso sería el mejoramiento de la vialidad en calles y en general en la vía pública.

Es cierto que con tecnología se pretende limitar las posibilidades de que se desarrolle la corrupción, pero el ingenio del mexicano siempre logrará burlar  cualquier intento de restringir esta práctica.

Entre mayor sea el monto de las multas, mayor será la tentación del ciudadano por arreglarse con el agente de tránsito para evitar pagar lo que está determinado por el reglamento, y mayor será la predisposición del funcionario por dejarse corromper.

A diferencia del sistema fiscal, cuyo objetivo es claramente recaudatorio y se justifica en la necesidad de dotar a la infraestructura gubernamental de los recursos económicos para operar y así brindar al ciudadano servicios públicos, la recaudación derivada de multas es inequitativa, pues opera con cantidades fijas que lo mismo aplican para ricos que para pobres con impacto económico desigual.

Una multa promedio de $1,500.00 para un chofer o un asalariado, -cuyo trabajo se derive de conducir una unidad automotriz y cuyo salario ronde los $6,000.00-, le significa el ingreso de una semana de trabajo. En contraste, para el conductor de un Mercedes, un BMW o un Audi, -por citar algunas marcas de vehículos de lujo-, posiblemente represente el costo de una comida familiar en un restaurant, o la compra de un producto suntuario, o el gasto en un capricho.

Mientras los impuestos se estructuran equitativamente gravando los ingresos, -de modo tal que paga más quien más gana-, una multa representa un cargo fijo que atenta contra la economía familiar de los sectores de población más vulnerables económicamente y simplemente una molestia para las clases económicas más boyantes.

Por tanto, su impacto como castigo a una falta administrativa, es desigual pues castiga con dureza extrema a unos y es una simple llamada de atención para otros.

Un ejemplo de castigo equitativo para una falta al reglamento de tránsito lo representa el alcoholímetro, -que sin recurrir a multa económica-, castiga de modo significativo por igual a ricos que a pobres y el torito tiene un impacto similar en unos que en otros.

El castigo económico, -o sea el pago de una multa-, representa una injusticia social y por tanto el monto de las multas debe ser replanteado a partir del impacto en las clases sociales de menos recursos. El monto excesivo de estas multas refleja los altos salarios que deben percibir quienes fijaron estas cantidades.

A este nuevo reglamento de tránsito del Distrito Federal le está faltando una justificación moral.

Google News

Noticias según tus intereses