Toda la vida nos han enseñado a decir que no  porque de esa manera, cuando  somos  niños es más fácil protegernos de las solicitudes malintencionadas de personas mayores. Digamos que decir que no es una  medida preventiva que puede evitar que caigamos en provocaciones o en conductas que nos pueden causar daño. Funciona en la infancia,  pero también se crea un patrón  de rigidez para cuando somos adultos.  Esa rigidez se descubre en las expresiones de la cara, en la disposición del cuerpo e incluso en la salud,  en pocas palabras, la falta de flexibilidad a la hora de tomar   decisiones nos envejece.

No solo estamos acostumbrados a decir que no,  también nos sentimos a gusto y salvaguardados al decirlo, siempre supimos que hacerlo significaba hacer las cosas bien. El problema viene cuando ya somos grandes y seguimos cerrados a todo, solo aceptamos lo que conocemos y con mucho esfuerzo le damos chance a lo muy recomendado pero con sus reservas.

Decir que sí nos abre tantas puertas y posibilidades, oportunidades de crecer, de experimentar situaciones adversas y que nos pueden dejar aprendizajes, satisfacciones y también mucho dolor. Decir que sí nos hace vulnerables por un momento, abiertos a muchas incertidumbres que eventualmente se vuelven certezas. Decir que sí nos evita pensar en el “hubiera”.

Ya sabemos qué es decir que no, ciertamente nos provee de cierta seguridad saberlo, pero nos evita descubrir aspectos de nosotros que no sabemos que existen, que aunque no tenemos la expectativa o el deseo de conocer cuando lo hacemos se experimentan cosas increíbles.

Decir que sí nos invita a no ver la vida con la ventana cerrada, sino abierta para poder percibir los olores, sonidos y sensaciones. El sí  nos suaviza las expresiones de la cara y flexibiliza el carácter y hasta el alma. 

Twitter @reginakuri

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