La prueba de que Dios existe son los Reyes Magos. Al menos eso pensaba cuando tenía 8 años. ¿Quién, si no ellos, tres reyes del lejano Oriente guiados por la estrella de Belén, podrían traer la cocina gigante de Barbie que pedí?

Una amiga me había dicho en una pijamada que eran “los papás”, pero no le creí. Era ilógico. En la casa de Barbie podían caber hasta 4 niñas; tenía su refrigerador, su estufa y su mesita. Es decir, la cocina era casi del mismo tamaño que nuestro bocho. Además nuestro auto se quedaba parado a media carretera al menos una vez al mes, y debíamos empujarlo si queríamos que siguiera andando.

Era físicamente imposible que fueran “los papás”. La solución era simple: la cocina me la trajeron tres hombres barbudos y la transportaron en elefante. El caballo y el camello traían los regalos de mi hermano.

Una tarde, sin mayor reparo, mamá lo aceptó. Eran ellos, hicieron lo imposible: subieron la cocina al toldo del bocho y empujaron cuando se detuvo. Resuelta mi primera pregunta tras la revelación, vino una larga cola de decepciones; volví a poner en duda la existencia de Dios y resultó que los Reyes Magos eran parientes del ratón de los dientes. Fue entonces, a los 10 años, cuando me puse a escribir una última carta.

Queridos Reyes Magos:

Este año no me traigan regalos, llévenle juguetes a los niños que nunca reciben. Acaben con el hambre, terminen con la guerra. Cuiden a mi papá, a mi mamá y a mi hermano…

Así iniciaba esa carta. La escribí el día que supe que nada de eso pasaría. Desaproveché la magia cuando creía que existía y aquello quebrado, sabía que había pasado años desaprovechándola en cosas parecidas a la casa de Barbie.

15 años después de esa carta, mi novio llegó de sorpresa con un globo de helio, para que, otra vez, escribiéramos nuestra lista de regalos…

Queridos Reyes Magos, escribí como quien ha perdido la costumbre, pero recuerda cómo seguir.  Este año me he portado bien. Bueno, no tanto. Pero apenas van seis días del año, entonces no me he portado tan mal.

No, así no era. Arranqué la hoja e intenté de nuevo, mientras veía cómo mi novio escribía y escribía y escribía. Cuando terminamos, intercambiamos nuestras cartas. Su primer deseo era que, por favor, me consiguieran una casa nueva. Durante mis 10 años de cartas, nunca se me ocurrió pensar en deseos para alguien más. Mi hermano, al menos, pedía correas para su perro.

Pero antes de que me odies, querido lector, tengo que confesar que yo también pedí algo para él. Es la primera vez que le pido a los Reyes regalos para alguien más. Lanzamos el globo al cielo y “los papás” nunca lo sabrán. Aun así, regresó la magia.

Vimos el globo alejarse y convertirse en estrella. Había muchas, porque los vendedores de la feria de la delegación Cuauhtémoc estaban aprovechando las ventas, a pesar de que eran las 10 de la noche.

Aprendí algo que los padres saben de sobra: la idea cursi de que la felicidad de nuestros seres queridos nos hace plenos.

Es la primera vez que aviento un globo. En mi casa, las cartas se ponían en calcetines. Ver el cielo lleno de estrellas artificiales, me hizo recordar otra cosa. Que soy parte de un todo más grande. De la colonia Guerrero, de la delegación Cuauhtémoc, de este país y este planeta. 

Va de nuevo: 

Queridos Reyes Magos, cuiden a México, por favor. Y no dejen que los desechos de mi globo caigan en el mar y maten a alguna tortuguita.


Por Isis M. García Martínez

Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM.

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Ilustrador: Mauricio delgado

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