En ese entonces era tan torpe que no sabía dar el cambio. La gente siempre regresaba porque le había dado dinero de más o de menos. Y no es que no supiera hacer cuentas, pero el concepto de “¿Le doy los cinco pesos?” fue la parte más difícil de convertirnos en lo que llaman, “vendedores ambulantes”.

Limitamos los gastos lo más posible en lo que mi papá conseguía otro trabajo. Sin embargo, la oportunidad no llegaba, como a los 5.8 millones de personas en México que siguen esperando por un empleo, según la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo 2014 del INEGI. Así que la siguiente acción de supervivencia fue vender el auto para poner un pequeño negocio.

Mi papá siempre había querido tener un restaurante, pero como no tenía el capital suficiente para la renta de un local, los permisos y  los impuestos, optó por empezar desde abajo: con un puesto de comida en la calle, los cuales por cierto, pertenecen a la economía informal, la cual aportó 23.7% del PIB en 2014 según datos del INEGI.

Hablamos con la “líder” de una calle conocida por sus puestos de comida y por una módica cuota nos dio un lugar. La primera vez salimos a vender muy tarde, nadie te enseña a armar un puesto y fue un enigma para nosotros colgarnos para tener energía eléctrica. Además había que limpiar la calle, acomodar y tener cambio listo. Demasiadas cosas que recordar para el primer día.

Por mi parte, cuando no estaba en la escuela bajaba para ayudar, a veces con lectura en mano para hacer la tarea de mi siguiente clase. Pero cuando había mucha gente, la dejaba de lado y me paraba a preparar la comida que nos pedían, cobrar o solucionar la falta de algún producto.

Nos iba bien, aunque no lo suficiente para mantenernos. Pronto sólo tuvimos para comprar lo que necesitábamos para el puesto, pero nada de ganancias. Las cuotas de la “líder” se nos juntaban y después de unas semanas descubrimos el hedor de una coladera cercana que tuvimos que tapar.

El colapso vino cuando un día en medio de un fuerte viento, el puesto se volteó. Muchas cosas cayeron al suelo y quedaron inservibles, sobre todo la comida, pero mientras intentaba salvar lo más posible vi la sangre.

Una profunda grieta recorría buena parte del brazo de mi papá. No supimos qué hacer, al perder su trabajo también perdió el seguro médico, que aunque público, ayudaba en este tipo de emergencias. Tuvimos que romper el cochinito y llevarlo a un particular.

No volvimos a salir a vender, pagamos la cuenta del hospital con lo poco que aún teníamos y sacamos más dinero rematando lo que habíamos comprado para el puesto. Sólo nos quedó esperar la llegada de un trabajo “formal”, pero, ¿qué haces si nunca llega?


Abigail Villagómez López
Licenciada en Comunicación, UNAM
abigail.villagomez@hotmail.com

Ilustrador. Elihu Shark-o Galaviz
@elihumuro

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