Ella me cerró la puerta en la cara. Sin pantalones y con la madrugada encima, me recargué en la pared del otro lado del pasillo y reflexioné: el amor se vuelve más complicado cuando pasas de los 20. Todo es seriedad, lidiar con los problemas acumulados durante dos décadas, almacenados en la persona que quieres. En la secundaria, todo era más fácil. Todo era amor platónico (sin meternos en mucho de lo que realmente pensó Platón).

Por ejemplo, a los 12 años yo estaba enamorado de Karla. Una chica de cabello lacio negro y ojos grandes, como los de una caricatura japonesa. Ambos vestíamos uniformes azul marino y nos sentábamos cerca. Ella era la 46 de la lista; yo era el 47. Para mí, esa sencilla unión significaba un deseo del universo por sentarme junto a la mujer más bella de la tierra (o por lo menos recuerdo haberlo pensado durante algún solitario recreo).

Mi mundo, en ese entonces, era menos agresivo. Ahora, en México se registran 400 mil embarazos en adolescentes al año, según cifras del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM en 2015. En cambio, lo que pasaba por nuestras mentes adolescentes hace una década, si bien era la búsqueda del erotismo, todo se inclinaba más a la mitificación. Para mí, aquella chica era un personaje de culto, un disparador del entendimiento sobre el mundo: “ella debe ser la belleza, ella debe ser el amor”, pensaba.

Ella era de las mejores de la clase, mientras yo acostumbraba a pasar de milagro. Y en mi ignorancia, como la de millones de niños mexicanos (con el lugar 102 de 124 en el nivel educativo, según el Foro Económico Mundial en 2015), era Karla el símbolo de la superación del ser. El 10, la popularidad, el cuadro de honor, ¡la escolta! Todo lo que uno considera honorífico en esa etapa de la vida.

¿Qué era lo mejor de este amor? Que no tenía que acercarme demasiado. Estaba protegido bajo la capa de niño raro y friki, aislado y burro. Un mundo más sencillo que podía dividirse en dos polos: inteligente y tonto.

Recuerdo alguna vez habérmele acercado; un par de veces: soltar un “hola” casi inaudible y pensar con sarcasmo “carajo, qué valiente”. En algunas ocasiones, ella movía los labios y desde su boca salía un “Hola”, más fuerte, contundente y armónico. Y así pasaron dos años, con mi yo enamorado. Felizmente apasionado, dando una cátedra al mundo sobre lo valiosa que Karla era para el cosmos, la creación, la bolsa de valores y todo lo importante en México. Y tal vez lo era, ¿quién dice que no? Lo era en el mundo relativo y borroso de un niño de doce años.

Y mientras sufría de frío en ese pasillo de complejo de apartamentos, ya a mis casi 23, me acordé de esa sencilla despedida que nunca le di y de yo, frágil, alejándome de esa secundaria para mudarme a otra parte de la ciudad.

Paola abrió la puerta de su departamento. Me miró con los ojos rojos, se quedó callada y sonrió. Me levanté e intenté abrazarla, ella retrocedió, me arrojó mis pantalones y me volvió a cerrar la puerta en la cara.


Miguel Ángel Teposteco Rodríguez

Colaborador de Confabulario y ContratiempoMX

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Ilustrador Elihu Shark-O Galaviz

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