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Hace unos días, antes de mi participación en Foro TV, tuve oportunidad de escuchar la interesante discusión que sostenían Denise Dresser y Juan Pardinas en el mismo estudio. El tema era el socavón que se había abierto en el Paso Exprés del libramiento de la autopista México-Cuernavaca, la muerte de dos personas a raíz del accidente producido debido a ese socavón, y las probables circunstancias de corrupción bajo las que dicho Paso Exprés pudo haber sido construido. La corrupción, decía irritado Pardinas, ya cobra vidas; ya ha cobrado al menos estas dos vidas. Y no se equivocaba Juan. La corrupción cobra, en efecto, muchas vidas. Pero no solo debido a obras pobremente construidas o a la falta de rendición de cuentas en ese tipo de asuntos. El tema es incluso más severo. La corrupción está directamente vinculada con la violencia material que vive nuestro país desde hace muchos años y, tristemente cobra muchas más vidas de las que a veces creemos.

 

Así que he decidido recuperar unas líneas que ya antes había compartido con los lectores de este espacio, con el fin de adaptarlas a las circunstancias que hoy, 2017, vivimos en el país.

A partir de su amplia investigación cuantitativa y cualitativa, desde hace tiempo el Instituto para la Economía y la Paz (IEP) ha detectado que la paz está compuesta de ocho pilares o columnas. Se trata de condiciones que existen al interior de las sociedades más pacíficas. Es decir, el ADN de la paz se compone, de acuerdo con esta serie de estudios, de los siguientes elementos: (1) Gobiernos que funcionan adecuadamente, (2) Distribución equitativa de los recursos, (3) El flujo libre de la información, (4) Un ambiente sano y propicio para negocios y empresas, (5) Un alto nivel de capital humano (generado a través de educación, capacitación, investigación y desarrollo), (6) La aceptación y respeto a los derechos de otras personas, (7) Bajos niveles de corrupción, y (8) Buenas relaciones con sociedades vecinas. Así, en países como el nuestro, construir o edificar la paz, rebasa la mera reducción de la violencia o el delito, y supone enfocarnos en el corto, mediano y largo plazo, en el fortalecimiento de cada una de estas columnas. A la inversa: en la medida en que no atendamos el fondo de cada uno de los pilares mencionados, lo más probable es que nuestros niveles de paz seguirán por los suelos. Solo para ejemplificar, en el índice global de paz publicado por el mismo instituto, México sigue perdiendo puntos cada año. En el Índice Global de Paz 2013 nos ubicábamos en el ya lamentable sitio 133 -un sitio abajo del año anterior- de un total de 162 países medidos y recibimos una calificación de 2.434 (mientras más grande sea ese número, menos pacífico es el país medido). En 2015 seguimos perdiendo puntos y obtuvimos una calificación de 2.53. Ya para 2017, nuestro indicador es de 2.646 y nos ubicamos en el sitio 142 de la tabla de 163 países medidos.

El mismo IEP publicó en 2015 un estudio detallado que corrobora la existencia de una relación estadísticamente significativa entre corrupción y falta de paz. Las sociedades más pacíficas del mundo presentan menores niveles de corrupción; por contraste, mientras más corrupción existe, los países estudiados presentan niveles de paz más bajos. Puesto de otro modo, mejorar los niveles de paz en sociedades como la nuestra, requiere indispensablemente de corregir el estado en el que se encuentran nuestros niveles de corrupción, aunque ello sería por sí solo insuficiente pues habría que trabajar también en los otros pilares arriba mencionados.

Interesantemente, el estudio detecta un punto de inflexión. Mientras un país tenga bajos niveles de corrupción, pequeños incrementos adicionales en esa corrupción afectan la paz solo de manera menor. En cambio, cuando el país presenta altos grados de corrupción, pequeños incrementos adicionales en dicho nivel de corrupción pueden producir dramáticos efectos negativos para la paz de esa sociedad.

El estudio reporta que cuando la corrupción afecta a la policía o al sistema judicial de un país, ello impacta de manera directa al estado de derecho, lo que termina por vulnerar la institucionalidad y genera incrementos en la inestabilidad política. Podríamos decir que llega un momento –el punto de inflexión señalado- en el que las policías dejan de ser funcionales en el control del crimen y se desdibuja la línea entre instituciones de seguridad y organizaciones criminales, lo que resulta en que esas instituciones de seguridad “se convierten en parte del problema.” (IEP, 2015, 2)

México es señalado como uno de los 64 países en el mundo que se ubican en ese punto de inflexión, lo que representa al mismo tiempo un grave riesgo y una gran oportunidad. De acuerdo con esta información, si no somos capaces de reducir la corrupción, corremos el riesgo de que incrementos adicionales en ella, por pequeños que sean, se traduzcan en aún más notables aumentos en los niveles de violencia que ya padecemos. A la vez, si consiguiésemos siquiera ligeras disminuciones en el grado de corrupción que padecen las policías, y/o el sistema judicial, ello en teoría podría resultar en notables mejorías en el nivel de paz de nuestra sociedad.

Un asunto adicional: si bien el IEP destaca la corrupción que puede invadir a policías o a los sistemas judiciales, hay que comprender que en países como el nuestro, la corrupción es sistémica. En un sistema, las partes afectadas –cualesquiera que éstas sean- terminan por impactar al todo. Del mismo modo, es imposible atender o resolver las partes sin considerar el cuerpo integral que estas partes constituyen. En palabras simples, los actos de corrupción que afectan a cualquier área del gobierno (o a las empresas, o a cualquiera de los sectores de una sociedad), no se encuentran desvinculados de otros actos de corrupción, como, por ejemplo, en las policías o en otras instituciones.

Combatir la corrupción, entonces, no es solo un asunto ético, político, económico o jurídico. Es un tema de construcción de paz.
 

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