Las elecciones pasadas demuestran claramente el problema por el que atraviesa nuestra democracia: al menos la mitad o la mayoría de quienes tienen el derecho y la obligación de votar no se sienten representados por ninguno de los partidos existentes.

Esa falta de identificación hace que nuestra clase política actual se pelee a muerte por la otra mitad o una fracción del electorado, suficiente para ganar apenas la contienda. En ese trayecto, rebasan los ya simbólicos topes de campaña, se avientan cubetas de lodo durante semanas para desinformar y aplican todos los trucos sucios posibles el día de la votación.

El llamado institucional para respetar al árbitro electoral, los resultados de esa noche o los que se suponen serán definitivos después, terminan como un grito en el vacío. Partidos, candidatos y hasta consejeros electorales locales anuncian victorias casi de inmediato y las voces que exigen regular esas afirmaciones (por si faltara otra regla) sólo enturbian el escenario que, visto desde fuera, refleja un espectáculo lamentable de nuestra cultura política.

El referente inmediato, por su importancia, es el Estado de México. Sólo con tres de cada diez votantes se puede decidir la gubernatura, aunque vote el 54 por ciento del padrón (contra 45 por ciento en la elección pasada). Eso indica que casi la mitad no acudió a ejercer su derecho/obligación por múltiples razones, pero mi sospecha es que la principal es la desesperanza.

Ninguno de los candidatos, sus dirigencias o sus partidos, terminan por convencer y garantizar honestidad, buena administración, educación de calidad, servicios de salud, seguridad integral o transparencia. Al meterse todos a la misma bolsa, se achatan. Al pelear por el mismo mercado electoral, alejan a indecisos y desencantados.

No defiendo la falta de participación, y mucho menos la justifico, pero estoy convencido de que ésta nace de la mediocridad (cuando no de la evidente incompetencia) de un sistema político agotado.

Ante ello, no parece existir otra salida que involucrarnos más allá del voto sexenal. Si ninguna de las opciones representa a la mayoría, y las que tenemos polarizan sin remedio, llegó la hora de construir otras, encabezadas por ciudadanos, en un sistema democrático de partidos que no estén atados a la dictadura del sufragio corporativo, la apatía general y el dinero público fácil, que sólo reproducen la corrupción, la impunidad y mantienen la pobreza.

Sostengo que es el tiempo de los ciudadanos. De organizarnos de manera distinta y empujar a un lado a este sistema que termina por defraudarnos en cada elección. No creo que los comicios sean todo emoción y pocas propuestas o que el peso de la decisión a pie de urna se deba completamente a la imagen de la o el candidato. En ese segmento electoral saturado es probable; para el resto de quienes están en el padrón, pienso que el motivo es una ausencia de confianza y la poca utilidad que se le ve a votar por un conjunto de opciones que se ven iguales en su forma de hacer política y gobernar.

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